
La repulsa a la política como forma del discurso político.
¿Por qué es un imperativo permanente discutir la relación o el vínculo entre ética y política? La justicia de la pregunta es alta en cuanto demanda, y por varias razones, siendo una de ellas la serie de acontecimientos que a diario ponen en juicio dogmas tanto como constructos ideológicos en cuanto modelos de acción y que más de un teórico política calificaría como de elaboración práctiva alienante. Entiendo que la riqueza de la discusión, sólo es posible si se da en forma dinámica y en un espacio abierto de diálogo en donde la tolerancia asi como el pluralismo sean libremete puestos a prueba con el resultado de enriquer toda aquella pespectiva de ciudad y persona que se atreve a ser críticada por otras. Es el único modo de sostener el hecho que la política en términos culturales es, nada más y nada menos, que el ejercicio artículador por excelencia de las diversas formas relacionales que facilitan la construcción de la persona en un ambiente social adecuado que crece a la par de la persona. Sabemos que las formas relacionales van del acto de transformar la naturaleza por medio del trabajo, acción que dará luego a sistemas productivos complejos, pasando por la creación de normas sociales (campo de la ética y también del derecho en una relación estrecha y tensionante) desde un horizonte cultural-vital lleno de variables racionales, técnicas y de creencias (en muchos ambientes sociales es algo que tiene el componente de la fe religiosa), hasta velar por el diálogo colaborativo entre sociedadas diversas. De suyo, si las articulaciones al interior de las sociedades es difícil de llevar, con mayor dificultad las que suceden entre países.
Todo aquello no es trivial, ya que puestos en orden a dilucidar el sentido de la acción política derivada de consideraciones de base que son culturales, el servicio por la justicia (en cuanto busqueda de lograr el ajustamiento equilibrado entre las partes que conforman el cuerpo social) nos pone frente a un hecho de realidad -Maquiavelo de por medio- como que el actor político vive el drama entre el deseo del servicio al prójimo y el poder que lo seduce. Esto implica una cuestionabilidad en el plano de la moral. Se trata de una cuestionabilidad sostenida en el comportamiento del político profesional; de uno que se vuelve reo del afán de poder a razón que intenta conquistarlo y mantenerlo mediante la expansión de sus dominios (por acción directa) o por campo de influencia indirecta, es decir, llevada a cabo por otros que se comportan siguiendo la voluntad de una figura dominante (Weber lo describe muy bien). Lo riesgoso, lo que subyace en la cuestionabilidad moral, es el hecho que si bien el poder es el medio para conseguir hacer visible el servicio a la búsqueda de la justicia, o simplemente la idea de país que moviliza al actor propiamente político, sucede que el poder se quiere como un fin en sí mismo. De ahí que no importen los medios, al punto que se pueden fácilmente privilegiar figuras con impacto social pero que carecen de los recursos teóricos y prácticos para hilvanar una propuesta coherente de sociedad. Esta figura mediática sirve al propósito político, por tanto, no deja de ser un actor político. Pero como en general carece del suficiente substrato identificatorio con la clase política, actúa como vía de canalización de repulsa a la política; de hecho, hay en el discurso de legitimidad de su relato una apelación a ser parte de la percepción social mayoritaria (al menos por impresión) que configura una imagen negativa del actor político, es decir, de aquel calificado cómplice en la imposibilidad de gozar del bienestar social por parte de las mayorias. El resultado es una paradoja vestida por capas de narración demagógica, pues por la vía de la repulsa a la política convertida en discurso, se logra tener beneficio de posición como, por ejemplo, competir en procesos electorales. El punto que los procesos de votación es un componente principal de los sistemas democráticos (al menos en los representativos) y si está contaminado por acciones de repulsa, el sistema mismo se resquebraja, pues los componentes narrativos de las propuestas en muchos casos pecan de voluntarismo, vale decir, falta de coherencia ideológica. Ante este hecho, la cuestionabilidad moral de la política debería ser un modo de operar social. Mas su plausibilidad pasa por tener una conciencia cívica atenta al acontecer de la historia colectiva e invidual. Quiza sea el único modo de evitar caer en la trampa del discurso político que hace de la repulsa a la política su eje articulador aglutinante. En esta materia hay que ser como los padres de la sospecha: no creer sin haber realizado antes una lectura a la memoria social y política en su comportamiento definido por la justicia de sus actos, y con mayor fuerza por su abundancia, el dato de la memoria que habla de injusticias.
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