
La revolución de las cacerolas de octubre
Lo que parecía una simple protesta social por el alza del pasaje del Metro en la Región Metropolitana, terminó en un estallido social generalizado, en un país atónito que no puede digerir lo que está sucediendo. Se trata de un movimiento de jóvenes que, aunque en general no votan, se manifiestan masivamente en un Chile que se autodenominaba “el oasis de América Latina”. El Gobierno está inmovilizado, incapaz de entender el problema e incapaz de entregar soluciones que permitan pacificar la situación para controlar este estallido social que ya dura tres semanas.
Las interpretaciones sobre el fenómeno son y serán variadas, por un lado hay un proceso de agotamiento de un modelo económico y social de los últimos 40 años en Chile, instalado por la dictadura y luego profundizado por los gobiernos de la Concertación, Nueva Mayoría y de la derecha. Así también del denominado modelo neoliberal, del Estado subsidiario y del predominio de lo privado. Este modelo alcanzó un alto nivel de consenso en la élite y la clase política, pero no fue digerido por la gran cantidad de chilenos, que a pesar de salir de la pobreza y alcanzar la denominada clase media con mayores niveles de consumo, vivió a expensas de individualizarse, despolitizarse y endeudarse.
Este estallido tiene un fuerte sentimiento anti-neoliberal, y se expresa a veces con mucha violencia. Si la política no es capaz de leer este fenómeno y avanzar en las demandas de reforma al contrato social, pero sin instalarlo a la fuerza como ha sido la tradición histórica en Chile, entonces estaremos a las puertas de un desenlace que probablemente no esperamos, con una salida populista a la crisis.
El quiebre y posible fin del esquema neoliberal en Chile, puede abrir una oportunidad para repensar el futuro de Chile, donde se pueda reconsiderar el rol de lo público, tan cuestionado en los últimos 40 años. Sin embargo, no hay que ser ingenuos y pensar que van a ser los movimientos sociales los que van a ejecutar estas transformaciones. Ellos, sin duda, son catalizadores, pero es el rol de la clase política (la actual o una nueva que surge al calor de estos procesos) leer estas señales y proponer las soluciones que permitan establecer un régimen democrático, inclusivo, que tienda a mejorar las oportunidades y condiciones de vida para todos los chilenos. En eso la discusión sobre los cambios estructurales se torna relevante, los cambios propuestos a la constitución es sin duda una discusión de larga data en Chile, pero que hasta ahora no había alcanzado un nivel de relevancia en la política chilena como ahora.
Sin duda existen riesgos que deben ser controlados por la clase política, que, si no se pone a la altura de comprender el nivel de fractura que se observa en la sociedad chilena, es probable que sea sobrepasada por los hechos. La suspensión de una importante cita global ambiental, la COP 25 que había puesto el tema del cambio climático en un nivel no visto de la preocupación ambiental del país, es una consecuencia de la crisis que vive el país. Desde nuestra perspectiva, el país pierde una oportunidad de promover los acuerdos necesarios para enfrentar la crisis climática, que se suma a la crisis social que atraviesa el país.
Hay razones para pensar que la salida a esta crisis social y política seguramente no va a ser al estilo de 1973, y que se deben canalizar las inquietudes ciudadanas a través de cauces pacíficos y establecer el diálogo entre la política y la sociedad para alcanzar un acuerdo mínimo que permita por una parte resolver la fractura que se produce en la sociedad y alcanzar con soluciones concretas satisfacer gran parte de las demandas que justamente la ciudadanía puso al gobierno y al sistema político. Esta crisis abre la posibilidad a que el país efectivamente se pueda encaminar hacia un proceso de desarrollo más avanzado y que reduzca las brechas de inequidad que actualmente agobian a la sociedad chilena.
Una muy buena visión de los hechos, pulcra y fina su columna, clara y útil para un buen análisis.