
Divagaciones para no dormir
De vez en cuando me trababa en discusiones sin fin, con amigos de mis tiempos universitarios. Lo que hoy no permite la pandemia (actos sencillos de convivencia como compartir un café o salir a cenar cada cierto tiempo) nos lleva a apreciar el valor de la verdadera amistad. A pesar de que nuestros puntos de vista eran disímiles y a veces abiertamente contradictorios, era bonito enfrentarse, apasionarse, enojarse, para terminar el encuentro en un abrazo y reincidir pocos días más tarde en un encuentro en que chocaban las mismas argumentaciones solo que en esta nueva instancia eran replanteadas sobre hechos más actuales.
Recuerdo, ahora que estoy en mis tiempos de reclusión sanitaria, mi intolerante actitud de rechazo a la “ideología del chorreo”, esa que con una cerrazón increíble sostenía que un país necesitaba crecer económicamente en libertad, sin trabas, y que más tarde la riqueza y el bienestar de los privilegiados ya satisfechos irían derivando sus beneficios a las clases más desfavorecidas.
Uno de mis razonamientos era – lo reconozco – tremendamente subjetivo: Simplemente no creía que los grupos dominantes llegaran algún día a ceder voluntariamente parte alguna de su riqueza a los más pobres reconociéndoles derechos, por ejemplo, a sus propios trabajadores sin perjuicio de que en muchas ocasiones hicieran donaciones caritativas o cenas de empresa. Mi tesis era que, en una economía liberal, era indispensable que se fortaleciera la organización social alentando la constitución de sindicatos fuertes y que, además, el Estado no fuera un simple espectador sino que interviniera activamente en la adopción de medidas tales como salarios básicos, protección laboral, derechos sociales indispensables, conquistas crecientes consagradas en la legislación o en convenios colectivos.
Las cifras nos dicen que el ingreso por persona, es decirde cada habitante, era, antes de la pandemia, superior a 16 millones de pesos al año, o sea 64 millones para un grupo familiar de cuatro, o sea, nuevamente, la suma no despreciable de 5,3 millones al mes por hogar. La realidad, cuya voz nunca se escucha, grita otra cosa: Más de la mitad de la población percibe ingresos de mera subsistencia, inferiores a $500.000 por hogar.
El Informe Bloomberg de Junio, mañosamente acallado por la autodenominada “prensa seria” del país, recibido por el Gobierno como un bofetón, nos dice que la crisis sirvió para que Chile se diera cuenta una vez más que un gran porcentaje de sus ciudadanos son pobres. Podemos agregar que quienes no querían ver esto tampoco lograrán explicarse nunca las causas del estallido social de Octubre.
Resulta risible evocar las pretensiones de hace pocos años del exalcalde de Santiago Jaime Ravinet, de transformar a su ciudad en un centro financiero de nivel mundial, comparable a la City de Londres, mientras a su vista crecían la pobreza, el hacinamiento, y los guetos urbanos. Paralelamente, en el “barrio alto” el siútico periodismo de clase, empezaba a hablar de “Sanhattan” con soberbio orgullo.
Pero, el tupido velo poco a poco se va corriendo.
El “Informe de la Educación en el Mundo” de la Unesco, dado a conocer el pasado martes 23, señala que la crisis sanitaria ha forzado el uso de tecnologías y de plataformas on line, lo que NO es accesible para todos. “En los países OCDE, uno de cada veinte estudiantes y uno de cada diez en escuelas más vulnerables, NO tiene conexión a internet en su casa. Esta última proporción SUBE A UNO DE CADA CUATRO EN CHILE”. Ya la Encuesta de la Subtel (2018) reconocía que 712.000 hogares no tienen conexión a internet y el Ministerio de Educación ahora precisa que a lo menos 380.000 estudiantes de Primero a Cuarto Medio viven en zonas con acceso deficiente a internet o estudian en establecimientos en categoría de desempeño insuficiente. Si los números son graves a nivel urbano, a nivel rural son simplemente catastróficos.
La pandemia se traducirá, sin duda alguna, en una exacerbación de las desigualdades. Para todos esos niños y jóvenes, el 2020 será un año perdido. Los problemas de su hogar (muertes, contagios, pérdidas de trabajo o de ingresos, hacinamiento) contribuirán a generar en ellos un grave daño emocional. La vivencia hogareña diaria en condiciones de precariedad, hasta ahora constituía una rutina insuperable a la que simplemente había que someterse y aceptar. La escuela, el liceo, eran una ventana a otro mundo y una puerta a alguna esperanza. Hoy la deprivación de la convivencia con sus pares, la falta de clases presenciales, la carencia de elementos tecnológicos mínimos como para sobrevivir educativamente, los están botando fuera del camino.
Esperar que para ellos llegue el chorreo, constituye una injuria y una provocación.
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