Editorial: La sociedad descarriada
Cuando un grupo humano se asienta en un territorio determinado y se da a sí mismo una autoridad (excluyente de todo poder extraño) podemos decir, en términos generales, que estamos frente a un país formalmente soberano. Sin embargo, cuando esta sociedad humana se va construyendo a través de la historia y va compartiendo cada vez con mayor vehemencia una serie de valores que la identifican, se puede afirmar que ese país pasó a ser una verdadera comunidad.
La historia de Chile, marcada en sus orígenes por las guerras de sumisión y conquista, ha sido tremendamente más compleja ya que tras el sometimiento de los pueblos originarios (“la pacificación de la Araucanía”) el país en gestación se dio una institucionalidad política que le permitió tener un nivel de estabilidad superior al de otras naciones del continente.
El control del poder político por parte de grupos dominantes conformados por una cierta aristocracia capitalina, permitió ocultar aspectos fundamentales de una sociedad en cuyo seno, además, campeaba el vasallaje de inquilinos y peones subsistiendo a duras penas y privados hasta de las condiciones mínimas de respeto a la dignidad humana. La migración rural hacia las grandes ciudades creó vergonzosos cordones de miseria en su torno, sin que el aparente progreso (expresado en la actividad minera, en una incipiente actividad manufacturera y en una poderosa clase financiera) derivara en la apertura de caminos de integración social.
La aplicación, en la década de los 80, del modelo neoliberal, con muchos dolores de parto cambió las condiciones de vida de un importante porcentaje de la población permitiéndole acceder a una variada gama de bienes materiales que hasta entonces le eran inalcanzables, todo ello bajo el parámetro ideológico del consumismo (compre ahora, endeudándose podrá pagar después) y del individualismo,
En poco más de una década, por la razón o la fuerza, se esfumaron valores que hasta entonces formaban parte de la vida cotidiana de los chilenos. El sindicalismo, la solidaridad, las actividades cooperativas y mutuales, la preocupación por los problemas de los demás, se diluyeron absolutamente y el Estado, considerado como gerente del bien común, abandonó ese rol fundamental en una sociedad democrática para derivar en una irrelevante subsidiariedad que implicaba dejar que cada individuo solucionara sus problemas a su manera y en la medida de sus propios recursos.
El desencadenamiento de la crisis social a partir del 18 de Octubre y la inesperada emergencia de la pandemia del corona virus, pusieron al descubierto la debilidad y la insuficiencia de un Estado carente de liderazgo integrador y cuya ausencia de la vida pública solo sirve para preservar privilegios y sustentar, a través de bonos y ayudas puntuales, un sistema armado para beneficio de unos pocos.
Entonces, en los duros tiempos de crisis, surge una pregunta fundamental: ¿Qué nos está pasando?
Cuando un elevado nivel de pánico colectivo y de incertidumbre, alimentado por las ambiguas y hasta contradictorias decisiones gubernativas, se ha ido apoderando de las personas, se hace patente la actual carencia de los más elementales valores comunitarios.
Miles de chilenos ven llegar a la puerta de sus hogares los fantasmas del desempleo, del hambre, de la inseguridad, y, como muchas veces ha sucedido, al no ser posible identificar a los responsables, traducen sus temores y miedos en conductas perversas dirigidas a la agresión de grupos o individuos determinados.
En una sociedad madura, el reconocimiento específico a todos los trabajadores del sector salud que semana tras semana arriesgan sus vidas y las de sus familias para preservar las de otros, sería un deber moral ineludible. En nuestro Chile, médicos, enfermeras, paramédicos, trabajadores del área, han empezado a recibir la agresión física y social de sus propios vecinos que han pretendido expulsarlos de los edificios en que habitan por considerarlos factores de riesgo. Las cités y viviendas colectivas en que habitan hacinadas muchas familias inmigrantes, han sido atacadas con violencia y con descontroladas y odiosas expresiones xenófobas. En Villa Alemana, una familia de origen chino, se ve atacada por panfletos anónimos que la culpan de ser responsable de la pandemia. Los hogares de las mismas víctimas de la pandemia, reciben el rechazo condenatorio de su entorno inmediato en razón de estar infectados con el virus. La presidenta del Colegio Médico, cuya actitud mesurada y responsable ha sido apreciada por la opinión pública, recibe las más violentas injurias y amenazas de muerte.
El cuadro relatado nos muestra, y eso sí que es grave, que constituimos actualmente una sociedad profundamente desquiciada. Todos los carriles que debieran llevarnos a enfrentar solidariamente una tragedia tan profunda como la que estamos viviendo, que debieran llevarnos a buscar soluciones y protecciones conjuntas, que debieran encauzarnos para colaborar con otro espíritu y mejor disposición de ánimo a la construcción de un mejor país, los hemos ido abandonando.
El prolongado enclaustramiento ¿no debiera llevarnos a revisar nuestras actitudes y formas de vida, a encontrarnos con nosotros mismos, a sentir al menos que este país llamado Chile es un navío en que cabemos todos y en que todos nos necesitamos?
Clarito, una gran editorial para esta coyuntura.
Bravo.