Editorial: Las cosas no son simples
El proceso constituyente, por su propia naturaleza, es una tarea colectiva compleja. La cuestionada postergación de la elección de los convencionales por poco más de treinta días, si bien puede representar una respuesta frente a la eventualidad de los contagios masivos de la población (aunque nadie puede garantizar que la situación en Mayo sea sustancialmente mejor que la de ahora) desde el punto de vista netamente político tiene algunas ventajas evidentes.
La ciudadanía está deberá seleccionar un número acotado de convencionales, concretamente 155, de entre una oferta oficial de 1373 postulantes, es decir será elegido uno por cada nueve candidatos. El problema, como ya lo han hecho presente muchas personas, es que gran cantidad de quienes aspiran a integrar la Convención Constituyente son absolutamente desconocidos para sus conciudadanos y no representan más allá de sus cercanos grupos de interés. Su pensamiento y sus propuestas se mantienen en el campo de las generalidades y de los lugares comunes careciendo de la indispensable visión de conjunto que se requiere si se aspira a hacer un trabajo serio, destinado a superar los graves problemas o nudos actualmente existentes, y a perdurar en el tiempo.
La Constitución del ’80, estableció hábilmente un régimen electoral binominal subsidiado que pretendía asegurar que los partidarios del sistema, con un poco más de un tercio de los votos alcanzaran la mitad de los cargos parlamentarios, lo que funcionó así durante veinticinco años y dio, para bien o para mal, un cierto nivel de estabilidad política pero manteniendo no solo la inequidad señalada sino que, y esto es lo peor, una enorme crisis de representatividad efectiva de la población. El término del binominalismo permitió superar ambos nudos – justicia y representatividad – pero abrió las puertas a una hiperfragmentación partidaria bastante difícil de controlar con su lógica secuela: la crisis de gobernabilidad.
Si bien es lógico y deseable que la elección de los congresales exprese de la mejor forma posible la amplia gama de pensamientos y tendencias existentes en el seno de la sociedad, la realidad práctica exige generosidad para alcanzar crecientes acuerdos sobre aspectos concretos de los temas que más preocupan y urgen a la comunidad. El Chile real, el de los pensionados que apenas subsisten con ingresos miserables; el de los pobladores condenados a habitar en campamentos carentes de los elementos más indispensables que reclama un mínimo de dignidad humana; el de las familias que sufren día a día por la falta de un acceso indispensable a los requerimientos de salud; el de los niños y adolescentes que se ven privados de una verdadera educación que deje de verlos como carne de cañón entrenada para servir a otros y los transforme en actores de su propio destino; son tareas ineludibles e impostergables puesto que no es aceptable que una nueva generación sea víctima de abusos permitidos, legalizados y justificados.
Es claro que una inmensa mayoría de los ciudadanos exige hoy cambios sustantivos pero más claro aún es el hecho de que entre ese 80% existen diferencias innegables en cuanto a los propósitos concretos y también en cuanto al camino a seguir para alcanzarlos.
Por ejemplo, hay temas en que naturalmente pueden existir criterios diversos como es el caso del sistema político institucional en que puede debatirse legítimamente y se puede llegar a concordar soluciones prácticas sin que de por medio estén en juego cuestiones fundamentales. ¿Fin al presidencialismo exacerbado vigente? ¿Sustitución por un presidencialismo atenuado o un semipresidencialismo? ¿Régimen parlamentario? Todas las alternativas tienen ventajas y defectos y ello deberá enfocarse con una mirada sobre nuestros requerimientos y sobre las experiencias vividas por otras naciones.
Sin embargo, cuando hoy muchos presionan por lograr la unidad opositora a toda costa para poder “derrotar a la derecha”, es necesario tener extremo cuidado al transitar desde el eslogan comunicacional barato al programa específico que se pretende realizar. Si entre quienes pretenden aliarse para gobernar no hay un mínimo de concordancia en materia de principios y valores básicos, la aventura se transformará en un fiasco teniendo una vez más al pueblo como víctima que verá diluirse sus propias esperanzas. En este caso, si en un pacto gubernativo no están claras las posiciones en materias tan relevantes como los “derechos humanos” o el “ejercicio de los derechos en una democracia representativa” el camino al fracaso es cuestión de días más o días menos. Si sectores de una eventual coalición tienen por hábito relativizar la causa de los derechos fundamentales y sin vergüenza alguna justifican situaciones tales como las de Cuba, Nicaragua, Venezuela o Corea del Norte, es imposible caminar juntos. Si la ímproba lucha por la abolición de la pena muerte tuvo éxito tras décadas, habiendo necesitado sacar al pizarrón hasta a la propia Iglesia Católica, para que ahora sea una diputada “humanista” quien abogue por su reposición unida a los grupos más conservadores de la sociedad, es obvio que no puede haber una senda común.
Como ya lo hemos afirmado anteriormente, puede que quienes luchan por construir una sociedad distinta, capaz de convivir en el seno de una democracia efectiva y no amedrentada, buscando mayor solidaridad y niveles crecientes de justicia social, constituyan una inmensa mayoría. Pero también puede ser que esa mayoría disgregada, dominada por dogmatismos ideológicos y por liderazgos personalistas, en la hora decisiva le abra las puertas a una nueva e incomprensible victoria de los defensores del orden vigente.
Es hora de pensarlo. Todo esto no es un juego.
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