
Editorial. Los días más difíciles.
Nuestro país enfrenta, a partir de ahora, la recta final en camino hacia el trascendente plebiscito de salida. Una semana que debiera estar abierta a la confrontación democrática, al debate y a la discusión argumentativa y razonable para lograr que las personas, los ciudadanos llamados a definir sus actitudes y decisiones, lo hicieran con plena conciencia de la importancia de lo que está en juego y de las consecuencias prácticas que naturalmente derivarán de lo que se decida.
Los dos meses transcurridos desde el momento en que la mesa de la Convención Constituyente hizo entrega al Presidente de la República de la propuesta de Constitución Política de la República de Chile, han mostrado la pobreza de la vivencia democrática chilena. Aunque el Gobierno se ha hecho partícipe activo del proceso distribuyendo directamente sobre seiscientos mil ejemplares del proyecto (lo que tontamente ha sido criticado como un gesto de intervencionismo electoral), pareciera obvio que la inmensa mayoría de los receptores no han conocido el texto en su integridad, no han vislumbrado las derivaciones concretas de cada concepto y, para decirlo en simple, cada quien ha leído y entendido lo que ha querido leer y entender.
En oportunidades anteriores, ya hemos relevado que la franja en cadena de los canales de la televisión, más allá de sus increíbles precariedades técnicas y creativas bastante inaceptables a esta altura de los tiempos, no ha constituido una vía apta para informar adecuadamente sino que, al contrario, ha buscado deliberadamente desinformar a la población en un espacio plagado de falsedades e interpretaciones forzadas, de venta de ilusiones inviables, de siembra de temores, de utilización de nombres políticos y musicales, como si ello fuera suficiente para evitar que los ciudadanos simplemente “piensen”.
El texto puesto ante los ojos ciudadanos, tiene valores apreciables. La sola definición de su artículo 1, que concibe a Chile como un “estado social y democrático de derecho” genera un marco significativo que hace posible que los derechos humanos, los derechos económicos y sociales, la preocupación por la preservación y protección de la naturaleza y el medio ambiente, constituyen algunos de sus hitos más relevantes. Por sobre todo eso, es significativo que el documento avance en barajar la institucionalidad del país entrando al complejo terreno de la redistribución del “poder real”, evitando que este continúe siendo manejado por grupos políticos, culturales y económicos que históricamente se han creído con el derecho de usar y disponer de los derechos y bienes comunes como si fueran propios y estuvieran establecidos para el beneficio de sus propias familias.
Sin embargo, eso no sería todo.
El proyecto constitucional también contiene una amplia serie de definiciones que, sometidas a un juicio razonablemente sensato, pueden considerarse simplemente como utópicas e inviables. La concreción de muchos de los derechos contemplados, entregando su ejecución a la mera voluntad del Estado como si dicho ente fuese un mago que dispone de recursos y capacidades infinitos, es una venta de ilusiones más que peligrosa. La sola lectura de las cincuenta y siete disposiciones transitorias, muchas de las cuales fijan al Presidente de la República plazos acotados de uno, dos o tres años, para hacerlas efectivas, constituye a todas luces una fuente de preocupación importante.
El próximo plebiscito del 4 de septiembre es una elección binaria que, al contrario de una segunda vuelta presidencial, implica una opción totalizante ya que cada elector deberá necesariamente escoger entre la aceptación o la negación “del paquete completo”, no existiendo la posibilidad de las reservas o aprobaciones parciales.
Cualquiera que sea el resultado de la votación que se obtenga, los días, meses y años posteriores serán enredados. Parece muy poco probable que el “Apruebo” o el “Rechazo”, obtengan una victoria categórica siendo posible que se dé una suerte de “empate técnico” con leve porcentaje favorable a uno u otro.
Y entonces habrá llegado el momento en que nuestra sociedad adopte una resolución ineludible frente a la cuestión fundamental: ¿Queremos, sí o no, vivir como una comunidad integrada, cuyos miembros buscan en conjunto un destino con pisos humanos y civilizatorios mínimos para todos los habitantes de nuestro territorio? ¿O preferimos mantenernos en el conflicto permanente como forma natural a la que está condenada nuestra existencia?
Lo claro es que todo tiene costos. ¿Estaremos, especialmente quienes han vivido por siglos de los privilegios y abusos, dispuestos a pagarlos?
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