
Editorial: Mujeres, mujeres, mujeres…
Al cerrarse el proceso de postulación a las universidades, la prensa nacional, haciéndose eco de un comunicado entregado por la Universidad de Chile, destacaba que por primera vez en la historia del plantel una mujer encabezaba la nómina de 895 estudiantes seleccionados para la carrera de Ingeniería. Al tomar conocimiento de este hecho, destacable y memorable desde todo punto de vista, la conclusión es evidente: el día en que sucesos como este hayan dejado de ser noticia, habremos ingresado efectivamente a la sociedad de la equidad.
El dato demográfico grueso, indica que el 51 % de la población nacional está constituido por mujeres. Desde ese punto de partida, es posible constatar que virtualmente la totalidad de los indicadores sociales, económicos, culturales, incluso religiosos, sitúan a la mujer en una condición sustantivamente desmedrada en comparación con el mundo masculino.
En general, en un análisis macro, lo que más salta a la vista se presenta en el ámbito económico ya que las mujeres constituyen una clara mayoría en el segmento E (pobreza) y un 36% en el tramo inmediatamente superior, números que en cuanto a cantidades absolutas no hacen más que reflejar una inequidad escandalosa. Para completar el cuadro, debe tenerse presente que en el campo de las mujeres que trabajan asalariadamente sus remuneraciones, en todos los tramos, son prácticamente inferiores en un 30% a las de los varones por trabajaos similares.
Sin embargo, lo señalado no constituye sino la parte visible de un problema mucho más grave. Si bien la historia de la humanidad nos muestra que en las diversas comunidades y civilizaciones han predominado las relaciones patriarcales con muy contadas excepciones, resulta incomprensible e inaceptable que en pleno siglo XXI sigan predominando la sumisión, el sometimiento, en la mayoría de las naciones.
No se trata, pues, de un mero asunto salarial o de estimular su creciente participación en condiciones de igualdad en las esferas políticas (comunales, parlamentarias, de gobierno) sino de trastocar radicalmente los valores fundamentales en que se asienta la convivencia de la comunidad. La mujer ha debido hacerse cargo, por siglos, del funcionamiento del hogar y de la crianza de los hijos; ha debido cargar sobre sus espaldas el cuidado de los adultos mayores, de los enfermos y los discapacitados del grupo familiar; ha debido aceptar la exclusión del proceso educacional, y, en último término, se ha visto obligada a salir a buscar los ingresos indispensables para la subsistencia cotidiana. Por el contrario, el varón ha permanecido, en el mejor de los casos, en una actitud semi pasiva de colaboración ocasional sin asumir responsabilidades concretas y permanentes en múltiples y agotadoras tareas cotidianas como el cuidado de los hijos, el aseo, el lavado y planchado de ropa, la cocina, etc.
Esta puntualización que pudiera ser mirada como algo anecdótico, es la expresión palpable de una cultura que ha degradado a un universo que constituye más de la mitad de la humanidad y del país.
El problema, apenas insinuado en las frases anteriores, es complejo y exige reformas sustantivas y no de papel. Las respuestas del Estado y de la sociedad en general, hasta aquí han sido paupérrimas. Cuando los sucesivos gobiernos han vivido trabajando para las encuestas y el aplauso fácil, en un terreno tan acotado como el señalado la ineptitud y la ineficacia han sido notorias.
Además, la pandemia, debido a los obligatorios confinamientos domésticos, ha generado un fuerte incremento de los casos de violencia intrafamiliar no solo verbal sino también física teniendo a la mujer y a los menores como víctimas. Si a lo dicho se suma la multiplicación de los feminicidios, es obvio que nos encontramos frente a un problema social y cultural de envergadura mayúscula.
En el seno de una sociedad fragmentada en la cual se han consolidado las injusticias, las inequidades y los abusos, el recurso a la violencia pasa a ser un camino habitual. En buenas cuentas, en las diversas situaciones de imposición de fuerza masculina sobre la mujer (violación, abuso sexual, acoso laboral, violencia intrafamiliar…. ) hay un trasfondo psicológico en el agresor que suma a la debilidad que le generan sus propias inseguridades personales, un elemento fundamental: su cobardía moral. En último término, en el agresor se reúnen las mismas características que en el dictador: su incapacidad para moverse en un mundo que no funciona de acuerdo a su voluntad, circunstancia que lo lleva a conducirse apelando a la fuerza bruta (es el caso de los individuos) o a la generación del miedo colectivo mediante la tortura, el crimen, el exilio o la desaparición forzada (proceder típico de las tiranías, vistan o no uniforme).
Enfrentar el desafío es una tarea ineludible e impostergable. Si quienes pretenden asumir liderazgos políticos o sociales, callan en vez de denunciar, estamos mal. Si quienes manejan los hilos de los medios de comunicación social silencian, deslavan o farandulizan los hechos referidos, estamos precipitándonos por una pendiente que lisa y llanamente nos lleva a nuestra destrucción como comunidad humana.
La respuesta es responsabilidad de todos y exige a cada uno actuar en consecuencia.
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