Editorial: Oremos, pero no nos turbemos
El grave problema que vive la estructura institucional de la Iglesia Católica chilena ha provocado impacto en todos los niveles de la sociedad. Estadísticamente, esta confesión religiosa que hace pocas décadas registraba una adhesión declarada que oscilaba entre el 70 y el 80 por ciento hoy supera levemente la cifra del 50%.
Este hecho, en sí mismo, no tendría mayor importancia y podría constituir un simple dato de la realidad en una sociedad que evoluciona, que tiene un juicio crítico sobre ciertas verdades que se consideraron en un tiempo como inamovibles.
Es indiscutible que esta confesión religiosa estuvo desde siempre ligada al poder tanto bajo la conquista y la colonia como tras el advenimiento de la República. Solo bajo la inspiración y compromiso de hombres como Alberto Hurtado Cruchaga, Manuel Larraín Errázuriz, Raúl Silva Henríquez, se interrumpió esta secuencia histórica, se condenó el pecado social, se acercó el trabajo pastoral al mundo de los pobres, y se consideró como una tarea vital la defensa irrestricta de la dignidad de toda persona y de los derechos humanos. “La Iglesia” ganó así una respetabilidad enorme entre creyentes y no creyentes que, más allá de sus personales convicciones, encontraron en esta institución valores que podían compartir más allá de la fe.
A partir de la dictadura, con la intervención de personajes como Angelo Sodano e Ivo Scapolo, se reconstituyó un episcopado que mayoritariamente se unió a los más conservadores grupos de poder y que tuvo por conducta el abandono de toda preocupación por el mundo de los pobres centrándose solo en la defensa apasionada de una moral sexual.
Hoy, cuando se han hecho públicas graves y condenables conductas de un importante número de clérigos y hasta de varios epíscopes, y se ha constatado la existencia de redes de protección y encubrimiento, se ha abierto un espacio de reflexión colectiva que se caracteriza por la libertad conque las personas han enjuiciado lo que está sucediendo.
El destacado académico agnóstico, y colaborador ocasional de nuestro medio Agustín Squella, incursionó en este campo señalando que la Iglesia Católica, teniendo presente la realidad que vive en todo el mundo, necesita volver a sus raíces, necesita volver al “cristianismo”. Sus palabras fueron consideradas un ataque artero y una batería de docentes conservadores de la Pontificia Universidad Católica de Chile salió a defender la institucionalidad ecleciástica.
En verdad, las expresiones de Squella distan mucho de ser un ataque. Ha sido el propio papa Francisco quien, en su reprimenda colectiva a los obispos chilenos les ha dicho: “Pongan a Cristo en el centro”. En suma, dejen de lado sus preocupaciones por la pompa y el boato, por el desarrollo de una posible carrera ecleciástica, reencuéntrense con la esencia de la fe.
Sylvia Soublette, viuda de Gabriel Valdés, ha tomado parte en este debate recordando que cuando el emperador Constantino declaró su conversión personal y proclamó al cristianismo como la religión oficial del Imperio Romano, “no se cristianizó el Imperio, sino que se jerarquizó el cristianismo y comenzaron los credos impuestos por jerarcas de la Iglesia, las prohibiciones y las condenas de cualquiera que disintiera de alguna de las creencias oficiales”.
En buenas cuentas, la libertad humana, el libre albedrío, pasaron a ser regimentados, se petrificó la fe a través de la oficialización de una detallada puntualización de los principios, derivándose consecuentemente en un ritualismo formalista complementado, como se dijo, con la preocupación por el vestuario, por el oropel y por los aspectos más superficiales de la fe. Si a ello se le suma la complacencia institucional por la relación amigable con quienes detentan el poder político, económico, financiero, cultural, es obvio que la concreción del deterioro incesante de la fe resulta inevitable.
Aunque a muchos les moleste que esto se recuerde, el cristianismo nació como la religión de los pobres, de los esclavos, de los perseguidos, de los excluidos. Diversos pasajes evangélicos muestran palmariamente la actitud de Jesús para con los enfermos, las prostitutas, los que sufren persecución de la justicia, los fariseos, como también muestran su condena al que ama más el dinero y las riquezas que a su prójimo.
La renovación del cristianismo se hace necesaria. Volver a la “madre tierra” es indispensable. Los principios que fluyen de las grandes religiones surgidas en el fluir de las civilizaciones humanas, alientan a reconocer la dignidad de la persona humana, a considerar el amor y la solidaridad con el prójimo como forma de vida, a buscar la paz entre los pueblos, como razones para vivir.
Lo comentado en este editorial nos insinúa claramente el cambio de rumbo que debemos emprender en Chile, como sociedad, para llevar nuestras relaciones sociales a un estado de mayor confraternidad y paz. Estamos viviendo una etapa de mucha agresión y egoísmo, males que debemos erradicar, cuanto antes mejor.
La duda es cristianismo renovado o cristianos renovados?