
¿En qué creer?
Hace algunos años, tuve la ocasión de escuchar al filósofo italiano Gianni Vattimo. Éste pensador contemporáneo representante de la llamada corriente del pensamiento débil, declaraba –al menos fue mi interpretación- que en la medida que las doctrinas perdían peso o valor referencial para las personas, ocurría el feliz fenómeno que se volvía la mirada al sujeto con un efecto positivo que consiste en recuperar la capacidad de creer. En esta línea pero años antes Ortega y Gasset escribió que se puede perder la fe pero no la capacidad de creer, si esta acaba definitivamente por perderse entonces la humanidad entra en caída libre hasta lograr su aniquilación. Salvando el valor de lo que Vattimo dice como vía de esperanza y en la idea orteguiana identificable en sociedades occidentales cada día más seculares, podemos pensar que lo que va quedando es la creencia en algo o en alguien. El paradigma contemporáneo de lo secular que tiene sus raíces en la crisis de los modelos medievales con el paso por el humanismo y el renacimiento, explota por descubrimiento paulatino desde el principio de la modernidad sin verse en el horizonte aún el tiempo de su detención –además es cuestión improbable por la dinámica propia de la razón que seguirá buscando lugares inexplorados-
Pero ¿por qué se produce la debacle de las formas doctrinales? Una posible respuesta sea la que habla del impacto de lo secular, es decir, del ejercicio de solicitar mayor autonomía de la razón a partir de la edad moderna, y luego ya en sus manos la autonomía de la razón pedida curiosamente por el teólogo, su inevitable apertura e ingreso a esferas de sentido que eran vetadas a la simple razón. El efecto de este progreso no es menor, ya que conduce a un proceso de desmitologización de los diferentes corpus doctrinales que actúan aún hoy como enclaves conceptuales vinculados a la fe para la determinación del significado de la realidad. Frente a este fenómeno, ¿quiénes se ven en la actualidad mayormente complicados? La pregunta tiene su respuesta, para mí, no necesariamente en aquel sujeto de creencias y de fe madura, sí en las instituciones que sostienen el valor inalterable de algunos juegos interpretativos de la acción humana desde lo que según ellos es el contenido de la fe o de lo que de ella se desprende. Lo bueno de la crisis es que se camina en la vía de la madurez (es lo deseable)
Mas es innegable que muchos de estos enclaves persisten a contracorriente de la marcha histórica de la conciencia particular que resta valor a la referencia doctrinal y de quienes se sienten sus dueños. La explicación en la persistencia de esta construcción de enganche vital con la realidad, quizá se apoye en la sensación–es mi sospecha- que para un gran sector social la historia humana ha cambiado muy poco o nada. Esto justificaría aquel temor –en algunos y algunas- a perder el piso de sentido, debido –probable- a la debilidad para comprender que los elementos que componen la propia fe o creencia son dinámicos. Cosa similar sucede en los enclaves gremiales teológicos-eclesiológicos a causa que la crisis en los paradigmas referenciales construidos desde una condición hermeneútica/exegética autoadjudicada que concluye en cuerpos de principio, implica la pérdida de poder (control de la voluntad en lenguaje weberiano) sobre precisamente las conciencias particulares que confiaron en ellos y que se han visto traicionadas por acciones delictuales, por complicidad silenciosa, por omisión o por cualquier otra forma del universo del mal.
Por lo anterior no debe sorprender que se desplieguen formas nuevas de religiosidad; formas aún en ciernes que seguramente sean posibles de comprender en el tiempo por una conciencia abierta a vivir la experiencia del resignificar su existencia. Lo dicho implica aceptar que la experiencia de trascendencia a veces no se relaciona exclusivamente con aquel sentir razonablemente un vínculo con una entidad superior que dé sentido de legitimidad a la existencia –el riesgo de esta entidad si se sigue la lógica del modus operandi de la entidad misma según el gremio teológico, tiene en sus manos lo plausible de quitar sentido-. Al respecto, tiendo a pensar que las más de las veces esta experiencia de trascendencia corresponde a la superación de la facticidad. ¿Cómo? Por experiencia vital, las personas descubrimos nuestras propias limitaciones, y comprendiéndolas asumimos –por opción- la existencia de alguien que más allá de un corpus es capaz de mostrar que es posible seguir la ruta del bien (solidaridad-justicia entre otras virtudes y valores que con creces amplifican el continente de la realidad humana), sin tener que someterse a la presencia de una entidad doctrinal que la certifique. Extrañamente al suceder esto en algunos y algunas personas se produce su conversión al carácter religioso de su existencia. Pero esta conversión no va vinculada a una doctrina sino al sujeto de su creencia. Aquí siento alcanza sentido la fórmula explicativa de Vattimo.
Retomando lo que considero esencial como es el significado que trae consigo el proceso de desmitologización de la doctrina como lugar de respuesta sobre el sentido de la existencia, se puede ver que va de la mano con la normalización de lo secular convertido por su propio progreso en la variable que hace plausible la construcción del espacio y la cultura. No se debe dejar pasar que esto se asocia –además- al descrédito de las institucionalidad en la cual se deja de creer; la falta de confianza en su capacidad de responder a las nuevas demandas sobre claridad y justicia. Su causa: mucha tozudez de ellos por sentirse responsables de la herencia de la marca institucional y en su valor referente al sentido cuasi eterno de sus pautas, por tanto, del carácter casi exclusivo de “guarda” de la verdad como del significado a veces del bien social y personal.
La movilización es la clave para sensibilizar a los que sólo quieren crecimiento, no importandoles el desarrollo.
Los Científicos merecen Recursos y el apoyo de los ciudadanos.