
Esto comienza, señores.
El próximo domingo 20, se dará inicio a una nueva versión del Campeonato Mundial de Fútbol, competencia que está rodeada de una serie de particularidades muy sui generis.
El torneo tendrá lugar en Qatar (o Catar, según la RAE), emirato absolutista situado en la península arábiga y que deslinda con Arabia Saudita y con el Golfo Pérsico. Qatar tiene una población de 2.641.669 habitantes, que en un 90% residen en su capital Doha, y una superficie de 11.588 km2., equivalente a la isla de Jamaica o, en términos más claros, inferior a nuestra Región de Ñuble. Su ingreso per cápita es de 66.202 dólares, uno de los más altos del mundo. El país lo gobierna el emir Tamin bin Hamad Al Than y el primer ministro es Khalil bin Khalifa bin Abdul Aziz Al Than. La Constitución que rige al Estado fue aprobada en 2003 con el 98,4% de votos favorables.
Su economía gira en torno al gas y al petróleo y gran parte de su población está formada por trabajadores inmigrantes que, si bien perciben remuneraciones elevadas, carecen en general de toda protección en cuanto a sus derechos personales y laborales.
En Qatar, están prohibidos los partidos políticos y los sindicatos; la ley penal del país considera la pena de muerte, la flagelación y la lapidación; las mujeres están autorizadas para conducir, no obligadas a llevar velo y, según expresas instrucciones del gobierno, deberán llevar vestimentas decentes y no provocativas (¿shorts?). Las relaciones homosexuales constituyen delito y también la convivencia entre parejas que no estén casadas conforme a la normativa civil o religiosa vigente.
Formalmente, el emirato permite la libertad de cultos pero no la propagación de otras religiones diversas a la oficial. Pese a que el canal de TV, Al Jazeera, el más importante de habla árabe, tiene su sede en el país, la libertad de prensa de hecho no existe.
Qatar, considerado en términos per cápita, es el país más contaminante del planeta, ya que sus emisiones de CO2 más que duplican las cifras de los países líderes en la materia.
Pero ¿por qué esta nación árabe, carente de toda tradición futbolística, con un clima casi infernal muy por sobre los 40 grados, con un territorio bastante desértico, con una flora y una fauna pobre, sin recurso agua natural (toda se obtiene de plantas desaladoras), fue escogido como sede de tan magno torneo?
Un poco de historia. El 2 de diciembre de 2010, el Comité Ejecutivo de la FIFA se reunía en Zurich para definir la sede del Mundial 2022. Postulaban los Estados Unidos, Japón, Australia, Qatar. La delegación del gran país de América del Norte, que estaba convencido del éxito de su postulación, queda atónita. El resultado final le asigna solo 8 papeletas favorables contra 14 del pequeño emirato árabe.
La promesa de Qatar de invertir 200.000 millones de dólares en infraestructura (estadios climatizados, tren subterráneo, hotelería) no es suficiente para explicar lo inexplicable. Las críticas políticas contra el absolutismo vigente en el país designado se diluyen al recordar que ya en 1978, la FIFA no se había hecho problema alguno con Argentina en plena vigencia de la dictadura implacable de Videla. También se diluyen los gritos medioambientalistas que claman frente a la aventura de siete nuevos “estadios climatizados” en un país en que todo (hoteles, piscinas, viviendas) es refrigerado gracias a la mantención de enormes centrales de climatización que abastecen la vida catarí y hacen posible un inmensurable derroche de energía?
Todos lo afirman, nadie lo duda, pero las sospechas en cuanto a que los “señores de la FIFA” fueron comprados es ya una convicción.
Menos mal que Chile decidió abstenerse de participar en el evento.
La fiesta está por comenzar, miles de millones verán el espectáculo a través de las pantallas de la televisión.
Como nos encontramos ante un deporte y no un negocio, nos quedan los buenos deseos: “Que gane el que sea más mejol”
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