«Aquellos o aquellas que creen que la política se desarrolla través del espectáculo o del escándalo o que la ven como una empresa familiar hereditaria, están traicionando a la ciudadanía que espera de sus líderes capacidad y generosidad para dar solución efectiva sus problemas.»

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IGLESIA CATÓLICA, UN LARGO CAMINO AÚN PENDIENTE…

Maroto

Desde Canadá.

La Iglesia Católica ha enfrentado, desde inicios de este siglo, años de crisis, particularmente intensos y difíciles; marcados por luchas internas de poder, un gobierno Vaticano disfuncional y afectado por incidentes de corrupción, la renuncia del pontífice Benedicto XVI, una sucesión interminable de denuncias de abuso sexual y los intentos del Papa Francisco por hacer frente a esta crisis e introducir cambios que permitan enmendar rumbos.

La Iglesia Católica chilena no ha estado exenta de desafíos; numerosos y mediáticos casos de abuso sexual y el desprolijo manejo que de ellos han hecho las autoridades de la iglesia han deteriorado significativamente su imagen, comprometiendo la percepción que de esta institución se tenía y afectando grandemente la confianza depositada en ella por sus fieles y la sociedad en general.

En años recientes, la crisis antes descrita ha ocupado, casi a diario, las portadas de los medios de comunicación, captando la atención de las más variadas audiencias; sin embargo, es razonable asumir que los problemas antes mencionados no son nuevos. Indudablemente, los abusos sexuales cometidos en el seno de la iglesia chilena y a nivel mundial, los esfuerzos por encubrirlos y los reiterados intentos por ignorar y silenciar a las víctimas son de larga data y responden a un problema institucional, no casual, ni circunstancial.

Frente a esta crisis, la reacción reciente de la Iglesia desde el Vaticano, liderada por el Papa Francisco, ha sido la de quien con abatimiento descubre una enfermedad y titubea frente al posible diagnóstico y las alternativas de cura.

A nivel local, la reacción de la mayoría de las autoridades de la iglesia chilena ha sido tardía, y ha estado marcada por el silencio, la negación, y la falta de empatía y humildad.

Es en este contexto, que la respuesta ofrecida hasta hoy por la Iglesia resulta claramente insuficiente.

Los castigos y expulsiones de sacerdotes y obispos, implementados a gotas, con poca transparencia y de manera inconsistente, reflejan la magnitud de la crisis y el estado de perplejidad en que la iglesia se encuentra, pero no evidencian aún una real comprensión de la profundidad del problema que la iglesia enfrenta.

Frente a un problema de esta magnitud, sanciones como las antes mencionadas, son sólo una parte de la solución. Una parte importante, por cierto, pero insuficiente.

Queda aún pendiente la urgente tarea de preguntarse qué permitió que estos abusos sexuales ocurrieran. ¿Qué sucedió en la estructura de la iglesia que permitió que abusos que probablemente ocurrieron en sus inicios de manera esporádica se transformaran en un mal sistemático y endémico? ¿Que deformación institucional tuvo lugar en el seno de la iglesia, que normalizó el silencio transformándolo en una respuesta aceptable frente al abuso de menores? ¿Qué elaborado ejercicio mental o falta de este, proporcionó tranquilidad moral a quienes, como representantes de la iglesia, debían su compromiso a los más débiles y sin embargo optaron, frente a sus sufrimientos, por el silencio, la negación y el encubrimiento? ¿Qué ocurrió en la formación de algunos hombres de la iglesia, que permitió que exhibieran conductas irreprochables y ejemplares en algunos ámbitos de sus vidas, mientras en otros pecaban por la vía del abuso o de la omisión y el silencio?

Queda también aún pendiente la importante tarea de preguntarse que debe la iglesia y la comunidad católica toda hacer distinto para que hechos de esta naturaleza no vuelvan a ocurrir. ¿Qué cambios es necesario introducir en la iglesia para prevenir estas situaciones? ¿Cuál es el rol que el celibato ha jugado en la ocurrencia de estos abusos? ¿Es acaso el clericalismo responsable en parte por el manto de silencio y encubrimiento que ha rodeado estas denuncias? ¿Estaría la iglesia mejor preparada para prevenir estos delitos si revisara, desde la sinceridad, su postura en relación con la acogida a los homosexuales y el rol de la mujer en las actividades de la iglesia? ¿Qué modificaciones se requieren en el proceso de formación de los seminaristas para que estén mejor preparados para ejercer el sacerdocio en un mundo desafiante y complejo? ¿Como hacer de la iglesia una institución más democrática y participativa y con un mayor involucramiento efectivo del mundo laico? ¿Quién debiera ser responsable de conocer, investigar y sancionar estas denuncias?

Y finalmente, queda aún pendiente la tarea de determinar cómo reparar, en lo posible, el daño causado y compensar a las víctimas por los abusos ocurridos. Camino largo y difícil, que requiere un sólido compromiso con la verdad y estar dispuestos a conocer en forma transparente lo ocurrido, reconocer con humildad la magnitud de los errores cometidos, empatizar con el profundo daño causado a las víctimas y buscar la manera de compensar emocional y materialmente a aquellos cuyo sufrimiento es responsabilidad de hombres y mujeres representantes de la Iglesia.

Los avances que en los últimos meses hemos observado en la Iglesia, manifestados fundamentalmente en sanciones a los responsables de abusos sexuales, son importantes. Sin embargo, la respuesta de la Iglesia seguirá incompleta en tanto no profundice con seriedad y en un tiempo prudente, en las causas de lo ocurrido, las medidas apropiadas para evitar que ocurra nuevamente y la necesaria reparación a las víctimas. Sin esto, las sanciones antes mencionadas quedarán vacías de real significado y se transformarán rápidamente en un intento apresurado por dar vuelta la página.

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