«No podemos resolver la crisis climática sin cambiar nuestra relación con la naturaleza y con nosotros mismos.»

Naomi Klein.

Actualmente nos leen en: Francia, Italia, España, Canadá, E.E.U.U., Argentina, Brasil, Colombia, Perú, México, Ecuador, Uruguay, Bolivia y Chile.

La dimensión desconocida.

Muchas veces incurrimos en el grave error de creer que somos capaces de manejar el futuro. En nuestras vidas personales, familiares, sociales en general, nos forjamos la idea de que está en nuestras manos la posibilidad de decidir y determinar el rumbo de nuestras vidas individuales y comunitarias bastándonos para lograrlo nuestra mera voluntad.

Es bueno, muy bueno, que sea así, siempre que tengamos claro que el hecho de tener propósitos y metas nos será útil para darle sentido a nuestras existencias pero que jamás esos sueños lograrán realizarse a cabalidad. ¿Por qué? Por la sencilla y obvia razón de que la concreción de nuestras aspiraciones estará siempre sujeta a las limitaciones que en todos los frentes imponen las circunstancias que nos rodean, las que van desde la permanente escasez de los recursos disponibles hasta el hecho indesmentible de que otros seres tienen otros sueños que topan o se contraponen con los nuestros.

Hace algunos años, un político chileno, de golpe y porrazo, proclamo sin más la muerte definitiva de las “Utopías”. Hombre esencialmente pragmático, utilitarista, hombre “con fines de lucro”, condenó el idealismo como quimeras sin sentido que distorsionaban el realismo de la vida que bien podía concretarse en una frase: “vivir para producir”. Su definición se conjugaba muy adecuadamente con lo planteado pocos meses después por un hombre de negocios y efímero ministro de Economía que muy ufano declaraba que él no leía literatura de ningún tipo porque simplemente era una pérdida de tiempo que no le deparaba beneficio alguno.

Entonces, cabe preguntarse: ¿Qué son las “utopías? ¿Sirven para algo las “utopías” en el siglo de las finanzas, de los negocios, de la maximización de las utilidades, de la persecución del dinero como un afiebrado rey Midas?

La “utopia”, como alguien ha dicho, es una construcción, una reacción a un estado de cosas que no nos es satisfactorio, y que pretendemos por tanto rectificar, corregir, reencausar. La “Utopia” – el “no lugar” – no es una quimera sin sentido sino un horizonte lejano, quizás inalcanzable, llamado a orientar, a darle sentido, a nuestras existencias.

Las sociedades, consideradas no como una agrupación semi forzada de individuos que por diversas circunstancias históricas comparten un territorio sino como una comunidad que busca lealmente convivir, requieren construir un ordenamiento que regule su coexistencia en torno a principios elementales de respeto mutuo y equidad.

Esas reglas básicas van surgiendo y se van elaborando a través del tiempo que permite constantes avances civilizatorios.

La mera pretensión de estructurar una sociedad desde los papeles y los libros, a partir de convicciones ideológicas dogmáticas, termina siendo una ilusión romántica, idealista, pero pueril y destinada al fracaso. El moldear el mundo ajustándolo a un voluntarismo cerrado, sin preocuparse de convencer y motivar, es una actitud que tiene sobrados rasgos de totalitarismo y, como demuestra la historia, conduce a dictaduras que, aunque sean de diversos colores y apellidos, no dejan por eso de ser dictaduras.

Además, la elaboración de textos enormes que consagran toda clase de derechos que en la práctica están sujetos a la disponibilidad de recursos lleva obligadamente a la frustración de las personas y a considerar a los constituyentes como verdaderos vendedores de ilusiones. La Constitución de Pinochet tenía 120 artículos, en tanto que con sus posteriores modificaciones llegó bajo la presidencia de Ricardo Lagos a los 143. El proyecto aún inconcluso que se trabaja en la Convención, alcanza ya 281 artículos y todo hace prever que, al concluir, superará largamente la cifra de 500. Si a ello se suma el hecho de que a lo menos 72 de sus disposiciones derivan su aplicación a la promulgación de las leyes respectivas, la dilución de las esperanzas es una eventualidad no despreciable. Académicos de variadas tendencias han asegurado que puede razonablemente estimarse que la implementación de la nueva carta fundamental requerirá un plazo entre los 8 y los 12 años.

Creemos que estamos viviendo días críticos en cuanto es la oportunidad para enmendar rumbos. Es el momento de resumir y simplificar el documento en elaboración de tal forma que la propuesta sea comprensible y logre elevados niveles de adhesión. Es inaceptable que el resultado de este proceso pueda transformarse en una fuente inagotable de conflictos judiciales. No es eso lo que está esperando Chile.        

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