
Miguel Arteche: deslumbramiento y revelación.
Por esas misteriosas coincidencias que provoca el azar, mientras revisitaba como de costumbre la obra del poeta Miguel Arteche, me llega de súbito la noticia de su muerte. Me sucedió antes con Violeta Parra y Octavio Paz. Sabemos que parte el poeta, pero triunfa su obra. “No mueren los poetas, permanecen encantados”, nos dijo Guimaraes Rosa.
Recuerdo a Miguel Arteche como un poeta riguroso, docto, inteligente, con una honda mirada cristiana de la vida; sensible, generoso y, por consiguiente, con un alto sentido de la justicia. Estuvo varias veces en Concepción: en 1958, en los encuentros de Gonzalo Rojas; en 1976, en un encuentro nacional de poetas organizado por el Departamento de Español de la Universidad de Concepción; en 1989, ocasión en que me dedica su libro “Antología de 20 años” (Editorial Universitaria, 1972): “Para el poeta Tulio Mendoza, 17 años después del 72, Miguel Arteche, julio 89, Concepción. A partir de esta fecha, nunca dejamos de comunicarnos. Conservo un antiguo video con motivo de haber obtenido yo el primer premio en el concurso literario nacional Oscar Castro, en Rancagua, en el que Arteche fue jurado: aparece en una reunión informal diciéndome algo casi al oído y que la grabación no captó, estamos conversando: qué me estaría diciendo, qué me estará diciendo, no lo recuerdo, pero pienso en la magia de ese diálogo ahora que el poeta ya no está físicamente con nosotros.
Nada más exactas que las palabras del poeta Jaime Quezada para darnos una visión de su obra: “Su rigurosa y, a la vez, luminosa poesía rescata lo más clásico del idioma y lo más vivencial y dramático de la existencia humana. Poesía religiosa y ritual, pero también cotidiana y apocalíptica en su expresión de belleza y de realidades contemporáneas. En dos palabras: deslumbramiento y revelación.”
El poeta se deslumbra ante el mundo, queda confuso y admirado y expresa esa realidad con las palabras que puedan nombrarla. “El poeta es el gran nombrador”, decía Arteche, y hemos aprendido de él (y él a su vez de Gabriela Mistral), a ver las cosas como si las viéramos por primera vez y a bautizarlas con el agua inefable de la creatividad.
Mistraliano como era, a Miguel Arteche le gustaba mucho el poema “Pan” de nuestra premio Nobel, tal vez porque comunica esa idea: “Me parece nuevo o como no visto…” El poeta revela el mundo, muestra el otro lado de las cosas, lo hace desde la otra orilla de la poesía y así nos enseña otra posibilidad de entenderlo, una vía de conocimiento más intuitiva y misteriosa.
Miguel Arteche fue siempre un poeta muy lúcido que pensó, reflexionó y escribió sobre la creación poética y el oficio literario. Ya en los encuentros de escritores que organizó Gonzalo Rojas en enero de 1958, vemos a un joven Arteche participando con unas “Notas para la vieja y la nueva poesía chilena” que, más tarde, aparecieron en la revista Atenea Nos.380-381.Como ensayista, destaca también “La extrañeza de ser americano” (‘Atenea, N 395, 1962) y “Llaves para la poesía” (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1984).
En la colección “¿Quién es quién en las letras chilenas?”, nos cuenta: “En términos generales, yo siempre he escrito cuando la memoria y la emoción me empujaban, literalmente, a la hoja en blanco; pero entonces he sentido que el tiempo y el espacio no existen, que estoy en un tiempo mítico, en un eterno presente, que es el tiempo en que vive el niño. Salir, una vez terminado el poema, de ese tiempo mítico es como emerger de un infinito océano.”
El tiempo en todas sus implicancias y manifestaciones, es una constante en la poesía de Arteche, así como también una particular visión de lo cotidiano, de las cosas, de los objetos que solo la poesía rescata para que las veamos en su otra faz, en su trascendente transfiguración. Recordamos el café, la bicicleta, la lluvia, el restaurante, el comedor, el frío y, particularmente, su magistral poema “El agua”, el cual musicalizó Eduardo Peralta y cuya primera estrofa dice: “A medianoche desperté/ toda la casa navegaba/ Era la lluvia con la lluvia/ de la postrera madrugada.”
Su escritura poética recibe el influjo de la poesía española del Siglo de Oro y, sobre todo, de la llamada Generación del 27, especialmente de Luis Cernuda. De él aprende la rigurosidad del concepto, la limpieza de la forma, más bisturí que artificio retórico y siempre sentimos al leerlo, lo que Unamuno nos enseñó en su “Credo poético”: “piensa el sentimiento, siente el pensamiento.”
Que estas breves aproximaciones a su obra, sean una invitación a no olvidar a uno de los mayores poetas nuestros: solo leyéndolo estará siempre vivo.
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