
País de las hojas o esa luz que se pliega.
A propósito del libro de Aldo González.
No es la primera vez que tengo el agrado de presentar al poeta Aldo González, ya antes había prologado su libro bocamuerte, que en 2010 obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Poesía “Dolores Pincheira Oyarzún” que organiza la SECH-Concepción y Ediciones Etcétera.
Antes de leer alguna parte de este libro que hoy tenemos el agrado de presentar y como un ejercicio que me permitiera iniciar la presentación propiamente tal (porque hay que comenzar de algún modo), me concentré solo en su nombre y en los posibles significados y connotaciones que este prefiguraba para el cuerpo-libro: País de las hojas. Sabemos que la poesía no solo es escribir versos, es una manera más intuitiva y misteriosa de acceder a la realidad y traducirla. Pienso en la poesía como una entrada, un acceso, un cruce de un lugar a otro, lo cual implica descubrimiento, deseo, conocimiento, emoción y, sobre todo, actitud, disposición. Entrar a un lugar, pero también en un lugar: preposiciones que nos sitúan en un exterior como extensión y en un interior. Y ese puente apela también a un otro, al lector que triunfa sobre el autor que, según Roland Barthes, muere cuando se transforma en lector, un lector privilegiado, ya que no solo es el primer lector de su propia obra, sino que posee información privilegiada también sobre su génesis. Aunque sabemos, con Octavio Paz, que una cosa es lo que cree decir el poeta y otra cosa lo que dice el poema.
En este caso particular pienso en el sustantivo país que, además, es un territorio con límites, con nombre, con habitantes, con historia, invención y creación a la vez. El libro mismo es el país, así como Whitman nos enseñó que el libro es un cuerpo y quien lo toca, toca a un ser humano. Y la lectura como lugar, pero al mismo tiempo como la llave que nos permite el acceso. Así, el poeta Aldo González evoca y convoca en este país, en este cuerpo, en este lugar, quiero decir, en este libro, una visión de mundo que se manifiesta a través de la lengua que es la materia prima con la cual se expresa el poeta.
Y el complemento de ese sustantivo, país, es de las hojas, “cada una de las láminas, generalmente verdes, planas y delgadas, de que se visten los vegetales, unidas al tallo o a las ramas por el pecíolo o, a veces, por una parte basal alargada, en las que principalmente se realizan las funciones de transpiración y fotosíntesis.” Y, además, entre otras acepciones, “En los libros y cuadernos, cada una de las partes iguales que resultan al doblar el papel para formar el pliego.” Entonces, ya el solo título del libro se nos presenta como muy connotativo. ¿De qué país, de qué hojas, de qué cuento y de qué canto dirán los textos que conforman este libro? Es un poemario, es decir, un conjunto de poemas trabados por una columna vertebral que los estructura y anima o es un libro de poemas. Bueno, todo poemario es un libro de poemas, pero no todo libro de poemas constituye un poemario. Y aquí encontramos el ciclo día, tarde noche.
Recuerden que todavía no he leído el libro, pero un salto literario temporal, me permite decirles ahora que ya lo leí. Y entonces, ¿qué sucede ahora? Veamos. Les cuento que leí el libro, pero no aún el prólogo que ha realizado nuestro común amigo y poeta, Rafael Rubio. Lo haré al final para descubrir solo en ese instante cómo dialogan sus palabras con las mías.
Este libro de Aldo González nos muestra y demuestra el oficio que entraña escribir poesía, el poeta es el gran nombrador, el que bautiza y ve las cosas siempre como si las viera por primera vez, como nos enseñó Miguel Arteche, es el gran hacedor de las analogías profundas y a la vez el que establece las secretas correspondencias que nos muestra Baudelaire.
Un verso de la poeta Elvira Hernández, a modo de epígrafe introductorio, da inicio a los 30 poemas que conforman el texto en su totalidad. ¿Puede usted decirme cuánto es lo que muere? Lo cual ya nos remite a un asunto existencial y ontológico, temas siempre presentes en esta escritura. Parafraseando el conocido poema de Gonzalo Rojas, cuyo título, nos dice Eduardo Anguita, viene de Plotino y de San Agustín, podemos preguntarnos: ¿Cuándo se muere cuánto es lo que muere? Porque como escribió tan sabia y acertadamente el poeta Guillermo Trejo: “En el morir se esconde lo que somos.” Inteligente y asertiva pregunta el verso de Elvira Hernández. Porque muere el cuerpo, pero la escritura de su historia permanece, si la leemos, cada vez que la leemos y como en una suerte de ucronía el cuerpo desface la vía, se alumbra, relumbra.
El hablante protagonista de estos poemas, a pesar del título del libro, no es el sujeto lírico y lárico de poetas como Jorge Teillier u Omar Lara, en la poesía de Aldo González se articula un poeta ciudadano y de pensamiento filosófico, una voz casi sincopada, de carácter aditivo, como si los versos se fueran sumando, formaran bloque y expandieran sus significados mediante un ritmo que y nos seduce y nos convence. Además, y esto constituye uno de los aciertos del libro, su escritura va metamorfoseando su propia esencia hecha de afirmaciones, preguntas, invitaciones, conclusiones, invocaciones, porque estamos, nada más y nada menos, que frente al “rumor de la lengua” y su secreto y su misterio, por lo tanto, metalenguaje, un ruido vago, una música difusa, un rumor confuso, sordo y continuado que hay que descubrir y descifrar. La “soledad sonora” y “la música callada” de San Juan de la Cruz. “La poesía es poesía cuando guarda en sí un secreto”, nos dice el poeta italiano Ungaretti.
Todos los textos avanzan como conjeturas, como imperativos, como pliegues que se pliegan y despliegan, como raíz y como canto, rizomas reverberando lengua, como una aproximación siempre deseante y deseosa hacia un tú, a veces caricia, otras, “palabra muñón sin árbol,/ palabra muñón sin nido” o “Escribo/ con la mano entumecida.” Y este verso del poema “El tiempo se mide con agujas”, termina así: “Me quiebro en polvo que sobrevive.” ¿Será la ceniza enamorada de Quevedo? Recuerdo una vez más el epígrafe introductorio de Elvira Hernández y puedo parafrasear: ¿Cuánto pesa esto que sobrevive? De allí que, en una verdadera arte poética, Aldo González nos entregue este magnífico poema: “Rumor de la lengua”, pág. 21
Rumor de la lengua
Así como pájaro.
Garganta y cuerda.
Así como loica en canto de tajo.
Ustedes ahora se alimentan la boca.
La nutren de saliva y acentos.
La colman de escritura en el labio.
Hemos nacido para esto.
Para rajarla de raíz a comisura.
Ustedes ahora son idioma,
Jerga de la llaga.
Hemos nacido para esto.
Para el rumor de la lengua.
De lo sereno y de la ira hoy es el instante.
La urgencia de la sílaba.
Así como loica que acusa el estoque.
Corinto manchón.
Sanar y perderse.
Y antes de terminar estas breves aproximaciones, les cuento que acabo de leer el prólogo del poeta Rafael Rubio y coincidimos en varios puntos. Los resumo: País de las hojas no es una colección de poemas líricos; el sustantivo hojas, es más amplio y metafórico; la lengua o más bien “el rumor de la lengua” como constitución de un dolor que tiene que ver con un quiebre, con un trauma, con lo social y lo político y que las hojas del libro-país muestran y hacen evidente; la lengua misma como posibilidad de reparación de ese trauma. Rafael Rubio nos dice que “Hablar es ya un acto doloroso que revive un padecimiento colectivo a la vez que interviene en la historia de un país. La historia de un país es la tradición de un dolor asimilado bajo la forma de un discurso escrito en las hojas de los árboles.” Nos recuerda también el poeta Rafael Rubio aquella sentencia del dictador cuando dijo que en el país no se movía ni una hoja sin que él lo supiera: amenaza, muerte, destrucción, negación del amor. Un país de hojas es también un país que funda su cultura sobre la escritura poética: las hojas de Ercilla y Zúñiga, de Gabriela Mistral, de Neruda y de tantos otros.
La etérea marea de las palabras que constituyen esta bella escritura, es un acto social y político, porque ocurre y sucede en la polis, la ciudad sitiada por el dolor, por el miedo, por la violencia, pero también aparece como antídoto la poesía, que en algún sentido es esperanza y ensoñación, porque “la luz se pliega”, puede desplegarse, así como una ola que viene y va, como ese “mar siempre recomenzado” de El cementerio marino, de Paul Valéry. Aquí: la ciudad aparece y desaparece, nadie mira, nadie trabaja, nadie toca. Allá: otra voz se agita en el sueño. Y vuelve el viaje que a veces incluye el regreso. Y de algún modo aparece, una vez más, la evidencia de ese viaje que es acción y movimiento, introspección y merecimiento:
Ni ciudad ni poblado
Ningún ojo, ninguna mano.
Otro labio brilla,
Se agita en el sueño.
Soy barca, viajo por dentro.
Mecerme, estar bajo tierra,
Cerrar estos oios,
Balancearme en su tarde,
Muerta, dormida.
Poema “Dormida”, pág.73
Déjanos tu comentario: