
PROBIDAD: ¿ IMPERATIVO ÉTICO O MERO ESLOGAN ELECTORAL?
Maroto, Canadá.
La probidad es una cualidad o virtud que se refiere a la honestidad, rectitud e integridad con que las personas actúan. El vocablo tiene su origen en la voz probitas, que significa bondad, rectitud de ánimo, hombría de bien, integridad y honradez en el obrar; indicando claramente que se refiere no solo a las acciones en sí mismas, sino que al ánimo que hay detrás de ellas. Así, un actuar probo no solo debe apegarse a la ley, sino que a las normas sociales comúnmente aceptadas y a la idea de intachabilidad moral.
En artículos anteriores nos hemos referido a la corrupción y a la urgente necesidad de realizar en Chile una profunda reflexión acerca de los requerimientos éticos y morales que nuestros líderes políticos y de gobierno deben observar, en todo momento, en el desempeño de sus funciones.
Nos hemos referido también a que el Chile de hoy parece exigir a sus líderes que actúen y se conduzcan guiados por los más altos estándares de probidad; lo que implica un requerimiento que va más allá del mero cumplimiento de la ley. La ciudadanía parece manifestar con claridad, a través de la prensa, encuestas y en cada tribuna que se lo permite, que está harta de conductas reñidas no solo con la ley, sino que con la ética. Los partidos políticos, haciéndose eco de este clamor ciudadano, no se cansan de condenar actos y actores, cuyas conductas parecen encontrarse fuera del marco ético y moral esperado. El Gobierno, sumándose a estas exigencias, repite una y otra vez que hará todo lo que esté en sus manos para garantizar conductas apropiadas de sus funcionarios y sancionar a quienes incurran en delitos. Y los medios de comunicación, influenciados por sus propias agendas e intereses, festinan diariamente a quienes incurren o parecen incurrir en acciones estimadas como inaceptables por la ciudadanía.
Claramente, los chilenos y chilenas decimos no a la corrupción y sí a la probidad. Sin embargo, este clamor que visceralmente surge de la ciudadanía, no parece tener raíces profundas.
Una rápida mirada a los candidatos presidenciales nos permite identificar varios de ellos que están siendo permanente objeto de cuestionamientos por las incongruencias éticas y morales de su actuar. Claro ejemplo de ello es el precandidato de Chile Vamos, cuestionado en forma reiterada por la poco transparente manera en que él y su entorno manejan la tensión entre política y negocios; y sin embargo, según las últimas encuestas, cuenta con el apoyo de al menos un 21% de los chilenos y, aunque este apoyo sea relativo, es una posibilidad que resulte elegido como el próximo presidente de Chile.
Y los partidos políticos no lo hacen mejor; cuesta encontrar alguno cuyos dirigentes no se hayan visto envueltos en situaciones ética y moralmente reprochables. Para botón de muestra, la Unión Demócrata Independiente, partido cuyo actual presidente enfrenta serios cuestionamientos por su posible participación en el tráfico de influencias a favor de la industria pesquera; la Democracia Cristiana, cuyo presidente anterior debió renunciar a su cargo debido a su supuesta participación en la utilización de empresas familiares para la recepción indebida de recursos; o el Partido Socialista, que sin haber quebrantado la ley, no ha sido capaz aún de explicar satisfactoriamente a sus militantes la forma en que ha invertido parte de su patrimonio. Sin embargo, son estos mismos partidos los que siguen contando con el apoyo de importantes sectores de la ciudadanía; es cierto, su área de influencia ha disminuido considerablemente en estos últimos años, pero aún parecen representar en su conjunto a un porcentaje no menor de chilenos y chilenas que están dispuestos a votar por ellos y sus candidatos.
¿Qué ocurre entonces? ¿Estamos realmente cansados de la corrupción y de los actos reñidos con la ética y la moral? ¿O es que acaso este cansancio opera solo cuando estas conductas no aceptadas son cometidas por quienes no profesan nuestras ideas?
¿Cómo entender que un día encontremos inaceptable y condenemos a viva voz a un parlamentario presidente de un partido que habría incurrido en argucias para justificar dineros políticos y al siguiente estemos dispuestos a votar por un candidato presidencial que en forma reiterada es cuestionado por la nebulosa ético – moral que lo rodea? ¿Cómo justificar que un día critiquemos con dureza a la presidenta de nuestro país por la falta de claridad con que habría condenado el supuesto tráfico de influencias y beneficios económicos en que estaría involucrado su primogénito y al siguiente estemos dispuestos a votar y elegir como presidente de un partido de derecha a quien es cuestionada por tráfico de influencias y prebendas económicas de similares características?
La facilidad con que observamos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, es un síntoma de un problema mayor. Nuestra reflexión ciudadana acerca de la corrupción y sus negativos efectos carece todavía de profundidad, dejándose llevar en muchos casos, más por el sensacionalismo de los medios de comunicación, que por un análisis serio de los hechos denunciados, sus causas y consecuencias. Nuestro clamor en contra de la corrupción y a favor de la probidad tiene aún raíces débiles y parece estar influenciado más por nuestra tendencia o intereses políticos, que por una profunda convicción. Existe aún una relativización a nivel individual de los imperativos éticos y morales, que nos lleva a utilizarlos con mayor o menor rigor dependiendo de la situación de que se trate y nuestra relación con ella.
No importa si es Chile Vamos, la Nueva Mayoría o el Frente Amplio; no importa si es la UDI, la DC o el PC. Mientras no estemos dispuestos a condenar la corrupción venga de donde venga, no avanzaremos con solidez hacia una sociedad realmente comprometida con exigentes estándares éticos y morales. Mientras no estemos dispuestos a requerir conductas probas a nuestros líderes y gobernantes, sin importar su color político, no lograremos sacudirnos del problema de la corrupción. Y más importante aún, mientras no asumamos que la corrupción se combate día a día, con cambios que parten de nosotros mismos, viviendo a través de nuestras acciones lo que le exigimos a nuestros líderes, los éxitos que alcancemos en la lucha contra la corrupción serán efímeros.
Las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias nos presentan una ocasión única de demostrar que nuestra condena a la corrupción no es un ejercicio acomodaticio sino que una responsabilidad social producto de una convicción profunda y sólida; y que se manifiesta con coherencia, desde nosotros y en nuestro entorno, hacia los demás. No dejemos pasar esta oportunidad en vano.
Interesante y objetivo artículo. Acostumbramos a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro, ejercicio que deberíamos practicar constantemente y en todo ámbito.