
¿Qué pasará con la Decé?
El gran maestro Aristóteles simplificó bastante las cosas cuando dio una definición corta y precisa sobre “la Política”. El “estagirita”, como le llaman los que saben, simplemente despachó de una plumada el problema conceptual y afirmó que “la Política es el arte de gobernar”. A lo largo de más de dos milenios, sin embargo, miles y miles de textos han incursionado en la materia y las críticas han ido desde quienes estiman que al calificarla como “arte” se la está visualizando como una “técnica”, una forma de realizar eficaz y eficientemente una actividad para alcanzar ciertos objetivos y se la está privando de toda consideración moral, hasta quienes hoy se debaten en un complejo mundo que va mucho más allá de las ciudades-estado de la civilización griega.
El problema de la política, no solo en Chile sino que en casi todo el mundo, es que, como actividad social preocupada de dar respuesta a las demandas que una comunidad específica presenta en un tiempo determinado, se ha ido desnaturalizando crecientemente.
Este fenómeno, que hoy se visualiza claramente en un mundo en que todo se sabe, puede abordarse desde dos puntos de vista diferentes pero complementarios.
Una actividad cuya identidad propia era cuidar del bien común, de los intereses generales de la sociedad para procurar el máximo de satisfacción (económica, educacional, sanitaria, cultural….) a cada uno de sus integrantes, se fue degradando en forma paulatina tras el control fáctico que ciertos grupos de poder han ido tomando. De ahí, que los intereses individuales o sectoriales se hayan impuesto y hayan conseguido predominar sobre el bien común. Tanto a nivel planetario como a nivel interno de los países, el afán de riquezas de esos grupos o individuos, ha ido creando naciones fragmentadas en las cuales mientras unos pocos gozan del lujo y el despilfarro, importantes sectores se debaten en la miseria o, al menos, en la dura lucha cotidiana por la subsistencia personal o familiar.
Por otra parte, por causas que requerirían largas reflexiones y explicaciones, las sociedades contemporáneas han derivado económica, ideológica, cultural e incluso religiosamente, hacia un individualismo egoísta que, alentado por diversas vías, ha abandonado todo compromiso con lo colectivo y lo comunitario.
El caso de nuestro país es ejemplar en el sentido técnico de la palabra y no, por supuesto, en el sentido de modelo ideal de conducta a seguir.
El “individualismo” rampante lo observamos, en forma destacada, en la actividad económica y en el marco de las relaciones interpersonales pero, poco a poco, se ha ido infiltrando en los intersticios de la política. Así, los partidos políticos específicamente han perdido su razón de ser en cuanto puntos de encuentro de ciudadanos que, compartiendo ciertos ideales comunes, procuraban generar respuestas a los retos permanentes que plantea la realidad. El ejercicio práctico de la democracia al interior de una colectividad (que significa que yo gano porque yo convenzo) ha derivado en una degeneración fácilmente detectable. El sano debate ideológico, la adopción de decisiones estratégicas y tácticas frente a la coyuntura del momento, el alineamiento leal del militante tras la determinación común, configuran estilos de conducta indispensables.
El caso de la Democracia Cristiana es, a este respecto, un caso de laboratorio.
Surgida en el siglo XX en el seno del Partido Conservador a fines de la década de los 30, implicó una visión utópica de un cristianismo humanista y social comprometido a concho con la reforma de las estructuras, un cristianismo que, en el campo de la política, superaba la caridad y la beneficencia para abrir paso a la justicia y al reconocimiento de la dignidad de todos los seres humanos. Tras largos años de vicisitudes electorales, llegó a constituirse en el mayor partido que existió en el Chile contemporáneo, y, a pesar de la dictadura, en la época de retorno a la democracia pasó a ser el eje indiscutido de la más duradera y exitosa coalición de gobierno
Pero, como sucede frecuentemente con las personas, el éxito, al parecer, puede ser la causa de su perdición.
La vida fraternal y comunitaria se destruyó. La conducción convocante y participativa fue desplazada por el manejo de las “maquinarias internas” y de los “operadores políticos”. El poder partidario fue utilizado para alcanzar prebendas y privilegios personales. La colectividad dejó de ser una “asociación voluntaria de personas libres que se agrupan para luchar por el bien común” y se transformó en una organización al servicio de parlamentarios que muchas veces solo buscaban perpetuarse en sus cargos. Y, ahora, en la hora de los “quiubos”, los mismos operadores que perdieron el control que mantuvieron por mucho tiempo, sin reconocer sus responsabilidades (que parecen ser más de las que se conocen), optan por abandonar su barco a la búsqueda de soles más propicios.
En nuestra opinión, en la dura tarea de hacer de Chile una sociedad más justa y solidaria, el personalismo cristiano tiene aún mucho que decir.
Muy certero análisis. Los partidos políticos tradicionales se han pegado «porrazos» tan grandes que ya no se recuperarán. Además han perdido las brújulas.