Sobre un parque de diversiones sin ventanas
Belén Pulgar N.
No importa la hora, o el día de la semana, sin importar lo que pase, cuando voy al mall del centro, es el mismo panorama. Veo colegiales que se corrieron de clases. Veo un padre tratando de comprarse un celular con un bebé en los brazos y otro pequeño jugando por aquí y por allá. Veo universitarios comprando comida rápida con sodexo. Veo a chicos esperando a sus amigas y novias fuera de las tiendas de belleza. Veo a madres con centenares de bolsas en las manos. Veo a un grupo de amigas hablando sobre sus amores platónicos. Veo a esa chica de siempre jugando cartas, es la única entre tantos hombres de edades y procedencias dudosas.
Y si le pregunto, ¿por qué viene a éste antro de consumo? ¿Por qué se deja seducir por éste altar de capitalismo? Probablemente dirán cosas distintas o inventen alguna excusa para irse rápido, sin embargo, pienso en una chica mayor que yo, una chica que conocí años atrás en un campamento, ella con confusión confesó jamás haber ido al cine -para sus adentros se guardó sus argumentos- y ella, ella habría tenido una razón espectacular.
Mi inmediata reacción al escuchar sus palabras fue no saber cómo reaccionar frente a ello. Durante un tiempo no pude entender cómo hay quienes que nunca han podido ir al cine y perderse tal ritual. Porque el preludio de ir al cine es casi como un parloteo entre amantes, la seductora charla de lo que viene antes de que comience la película, suena casi erótico. Y el resultado, lo que los ojos experimentan no tiene comparación al sostener unas palomitas en las manos, o tal vez una bebida helada. Se apagan las luces y de pronto el mundo exterior ya no existe, sólo la oscuridad de la sala, el silencio, y la pantalla. Daría lo que fuera por llevar al cine a alguien por primera vez.
Atravieso las puertas de la entrada en O’Higgins con intención de comprar entradas, miro a mi izquierda y veo la disimulada abertura al ascensor, recuerdo a tantas amigas con fobia -o mejor dicho pánico- a las escaleras mecánicas. En las escaleras asesinas, se siente la incomodidad del resto al escuchar conversaciones ajenas, al cruzar miradas pícaras por un segundo, al escuchar la música que proviene de cada local que como bocas de diablo te llaman a pasar con su aliento a monedas.
Siete pisos de vicios, de momentos repetidos para algunos y experiencias nuevas para otros. Siete pisos de múltiples historias y olores extraños. Un quinto piso para soñar despierto. Un “menos uno” para el pedido del mes o del momento, o de la noche. Un “menos dos” para dejar el auto o ir al baño sin que alguien te moleste, como me dijo un amigo una vez, “si algún día tienes una emergencia, los baños de ese estacionamiento son perfectos”, luego de eso me guiñaría el ojo, reiríamos y buscaríamos unos asientos antes de la película de las nueve.
Ese lugar, ese enorme lugar, no me causa en sí nostalgia, más lo hace cuando pienso en la gente que va para escapar de su realidad de vez en cuando, porque el tiempo pasa más rápido una vez que estás dentro. Esa gente que escapa del calor y del frío porque no tienen en dónde estar. Esa gente que espera a otros que muchas veces no llegan. Esas gentes que van a aparentar ser alguien que no son. Esa gente que hace filas agotadoras sólo por ir al baño o comprarse una hamburguesa. Esa gente que va para ser aceptada y encontrar a su vez algo que las haga distintas al resto. Esa gente, esa gente como yo.
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