VÍA CRUCIS
En pleno centro de la ciudad caminó plácidamente sin que nadie le diera empellones como solía suceder otras veces. Se detuvo y el enterarse de que estaba solo fue cosa de segundos. Solo de verdad, una soledad que traspasaba incluso su entendimiento y hasta le causaba escalofríos.
Se sentó en un banco de la plaza y comprobó lo que temía: a su alrededor no había nadie, como si la gente hubiera sido succionada por algo o por alguien. Ni un alma. Miró a su derecha, a su izquierda, hacia arriba, calle abajo y nadie. Ni el organillero, ni ese predicador anónimo que voz en cuello habla de Dios, ni el perro que dormita allí todos los días, ni el lustrabotas, ni el vendedor de palomitas. Nadie. Estaba solo. El comercio cerrado, que días antes había estado repleto de compradores, le daba un aspecto más triste a su entorno. Qué decir del reloj de la catedral, también paralizado y no entendía por qué. Extrañó su tictac en aquel silencio estremecedor. Volvió a mirar la calle de izquierda a derecha y viceversa y se sorprendió que ni siquiera un auto circulara por allí, como si se los hubiera tragado la tierra. Lo malo fue cuando comprobó también la ausencia de los colores de los semáforos. El niño que daba migas a las palomas tampoco estaba porque ninguna de ellas revoloteaba alrededor de la plaza, como si un furtivo cazador las hubiera hecho desaparecer a todas en un dos por tres. Qué raro. Respiró, se tomó la cara con las dos manos y notó que transpiraba. Sí, sudaba y lo hacía de miedo. Esto fue para él lo más terrible: miedo de sentirse solo y en pleno día. Volvió a mirar a su alrededor y comprobó, una vez más, que era el único ser vivo que estaba allí masticando su desolación y, lo peor, sin saber por cuánto tiempo. Respiró profundamente y comenzó a caminar. Se detuvo en los escaparates de las casas comerciales, observó por un buen rato los maniquíes que, vestidos como humanos, no sabían tampoco explicarle todo este silencio (hasta había olvidado que ellos no hablan). Anhelaba de verdad encontrarse con alguien para preguntar qué estaba pasando. Esa paz que no era tal y que terminaba siendo aterradora para él. Buscaba el bullicio y el gentío porque así se sintió siempre acompañado. Parecía que hasta el aire hubiera dejado de respirar.
Yendo a casa regresó por otro camino, tomó otro atajo, con la fija idea de encontrar a alguien, pero fue en vano. Entró a su habitación, se sentó al borde de la cama, descansó y el descanso lo llevó al sueño reparador que anhelaba desde hacía tiempo. Conversó sus dudas y a medida que desmenuzaba todo aquello que vio, se durmió con una certera y lacónica expresión nacida de lo más profundo de su ser: “Espero que mañana sea otro día….”
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