«Somos naturaleza. Poner al dinero como bien supremo nos conduce a la catástrofe»

José Luis Sampedro

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ALGO HUELE MAL EN MATERIA DE GLOBALIZACIÓN

Desde tiempos remotos, el ser humano ha tenido naturalmente un recelo por las fronteras. Ya en 1215, la famosa Carta Magna proclamaba que “todos los comerciantes podrán salir salvos y seguros de Inglaterra y entrar en ella, con el derecho de quedarse allí y trasladarse tanto por agua como por tierra para comprar y para vender”. Un testimonio inolvidable es el  del legendario Marco Polo quien cruzó territorios sometidos a diversos reyes, emperadores y sultanes en su afán de comprar y vender productos demandados en otros reinos.

Con todo, pareciera que  la “globalización” es un fenómeno contemporáneo que surgió para  superar los monopolios proteccionistas impuestos por las grandes naciones de Occidente a los pueblos colonizados y sometidos tanto de África y Asia como de América. Sin embargo, esto no constituye sino una fase más avanzada del proceso civilizatorio que va de la mano con los progresos de la ciencia y la tecnología que, hoy por hoy, no ponen  límites ni al intercambio de información ni al acceso a todas las expresiones del conocimiento.

Las grandes naciones industrializadas de Occidente han promocionado la libertad de comercio y han presionado a las pequeñas economías para que abran sus puertas de par en par asegurándose, de esta forma, nuevos mercados. Todo funcionó de maravillas hasta que las grandes empresas comprendieron que podían fabricar sus productos en el territorio de las naciones periféricas a muchos menores costos  especialmente en materia de salarios,  y procedieron a radicar sus usinas en los  países que les ofrecían “ventajas comparativas”. La asunción de Trump al poder en la primera economía mundial implicó un retroceso claro en este sentido al privilegiar el bien propio de los EE.UU. como nación por sobre el bien específico de cada empresa. El criterio es bien claro a este respecto y responde a la vulgarmente conocida como “ley del embudo”: proteccionismo para la economía estadounidense, para garantizar puestos de trabajo y salarios al interior,  y exigencia de libertad de comercio a las naciones menores para que reciban sus productos sin poner restricciones de ninguna clase.

El neoliberalismo económico no solo se expresa en la permisión  de un libre acceso a la producción manufacturera del “imperio” sino también en el libre acceso de capitales de esa procedencia  que buscan el control de sectores  claves de las economías emergentes y que aparecen como de alta rentabilidad.

En el caso chileno, en  un plazo de cerca de cuatro décadas, el capitalismo internacional  ha pasado a controlar en parte sustantiva, directa o indirectamente, áreas tales como la bancaria, la de servicios sanitarios, la hotelera, la de fondos de pensiones, la de los sistemas previsionales de salud, la de los productos lácteos, la de la energía, la de los servicios hospitalarios, de las telecomunicaciones,  además, por supuesto, de su ya tradicional presencia  en el área extractiva minera,

Las transnacionales llegan al país no para prestar servicios eficientes, de buena calidad, sino para lucrar en beneficio de anónimos accionistas de sus países de orígenes.

Una de las áreas que más llama la atención es la de las empresas  que atienden el rubro farmacéutico.

La poderosa multinacional Abbot (que hace poco adquirió en Chile los Laboratorios Recalcine) dio en los últimos días una lección de frialdad e impavidez. La Asociación de Emprendedores de Chile (Asech) que preside Alejandra Mustakis,  ha dado una fuerte batalla para conseguir que el Estado y las grandes empresas paguen a sus proveedores (medianos y pequeños) dentro de los plazos pactados o  en todo caso no superiores a 40 días, haciendo posible sus subsistencia y desarrollo, pero ha constatado que éstos se han extendido nuevamente más allá de los 53 días en promedio. Pero la estadounidense Abbot ha dispuesto unilateralmente que pagará a 90 días sin que medie ninguna razón justificatoria de tan abusivo proceder.

Otro caso. Una de las grandes quejas de la población es la relativa a los altos precios al consumidor que alcanzan los medicamentos que constituyen elementos imprescindibles para el tratamiento y subsistencia de millones de personas.  Se constata  con espanto que productos del mismo origen, son comercializados en Argentina, Bolivia, Perú, Brasil, a un 50% de su precio/público en Chile. Sorpresivamente, ante las fuertes críticas por estos abusos, la Cámara de la Innovación Farmacéutica, que agrupa a los laboratorios internacionales que operan en Chile, ha acusado que las cadenas farmacéuticas (Cruz Verde, Salco Brand, Ahumada) recargan hasta en un 123% sus precios de venta en relación con los precios de lista a los que adquieren  los productos, ello sin considerar los descuentos que alcanzan por volúmenes de compra. Así, la Aspirina de Bayer  (500 mg. por 40 tabletas) es adquirida a  $1.685 y vendida en promedio a $3.033 (80%); el Eutirox de Merck  de $7.994 a $13.223 (65,4%); el Amoval de Saval sube de $7.069 a $15.760 (133%). La defensa de las “cadenas” es irrisoria. Junto con señalar que a menudo hacen descuentos al público, argumentan que “abrir y mantener” un local tiene costos, que deben pagar salarios, que tienen gastos de luz, agua, etc., gastos de marketing, de etiquetado…Lo que no señalan es que en los países ya mencionados cada establecimiento de farmacia debe incurrir en gastos similares y lo que silencian (que no es menor) es que en la época en que el mercado farmacéutico nacional se encontraba en manos de pequeñas empresas de responsabilidad limitada, asociadas siempre al nombre de un profesional del rubro, los medicamentos se comercializaban con un margen de un 20% sobre el precio de adquisición al productor. De más está señalar que las “cadenas” son hoy de propiedad de transnacionales que vienen al país a hacer su negocio y no a prestar un servicio con una rentabilidad justa.

La globalización, aquí como en otras áreas, golpea a los sectores más necesitados y vulnerables.

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