
Arriba en la cordillera
Allá, en lo alto de esas montañas que tienen visos de selva, vive gente, viven personas. Se establecieron en esas lejanas y distantes tierras hace muchísimos años, período en que ningún afuerino fue visto por los alrededores. Fueron cedidas a las generaciones siguientes con preceptos bien claros que hablaban de la sana convivencia que debía existir entre ellos. Era una comunidad feliz, donde los niños se distraían encaramándose a los árboles con una agilidad sorprendente, transformando las lianas trepadoras en verdaderos aviones a chorro. Terreno fértil donde todo lo que se cosechaba se repartía por igual. El silencio les transmitía su tranquilidad a través de esos interminables pulmones verdes, tanto que el corazón de sus habitantes siempre se encontraba en paz. Allí no hay escuelas. Aun así, sus habitantes entienden lo que es el respeto por el otro a pesar de que la mayoría de esa comarca es analfabeta. Son hombres de bien, pues la solidaridad es su bandera. Cuidan de los ancianos y ancianas como también de sus jóvenes. Cultivan sus propios alimentos todos nacidos de la madre tierra que rocían con aguas cristalinas que les entregan las copiosas vertientes que allí hay. Crían sus aves y animales para su propio consumo.
Son felices y aun cuando sus cuerpos son toscos por el esfuerzo físico que emplean tras abrir caminos y construir sus chozas, sus rostros siempre se ven sonrientes. No cuentan con consultorios de salud ya que ellos mismos ejercen la medicina, donde la naturaleza les provee de una excelente farmacia que aplican con mucha fe, contando con la menta, el toronjil, el poleo, el boldo y la yerba buena en abundancia. No hay capillas de ningún credo, ni católicas ni evangélicas, pero sí oran cada cuál en sus chozas al dios todopoderoso, cuya deidad no tiene nombre. No se conocen políticos ni de izquierda ni de derecha, pero sí tienen un comité de respeto y disciplina cuyas leyes fueron aprobadas democráticamente por las mujeres y los hombres de esa comarca. No hay cárceles porque no son necesarias pues nadie roba ni delinque. Al contrario, todos se conocen y se protegen. Es abismante el respeto que sienten por la naturaleza. Cuidan del agua, de los pastos, de los árboles, especialmente de aquellos que les proporcionan frutos sanos, cuyo sabor es especial pues no se encuentran en ellos contaminación alguna. No tienen apellidos rimbombantes y su piel es morena por la exposición al sol que frecuentan diariamente…
Hasta que alguien los descubrió, sorprendido de saber que en ese alto de la serranía vive gente que habla su propia lengua, que tienen sus propias costumbres, que no molestan a nadie, respetuosos y hasta ingenuos. Aquel que los descubrió pasó el dato a gente hambrienta de ambición, expansionistas, para que “subieran a ver” de qué se trataba. La felicidad y el sosiego entre los lugareños estaban por perderse en manos de facinerosos con dinero que principiaron a llegar arriba y a adueñarse hasta de las personas que allí vivían cuando comenzaron a “instruirlos” para que se “civilizaran”. Hasta ahí llegó todo. Los naturales pidieron respeto por su espacio, pero los “civilizados hombres” que venían de abajo los comenzaron a golpear para que esos “indios” lograran entender que lo que ellos les ofrecían era mejor.
De esa dinastía de buenos hombres y de buenas mujeres nunca más se supo. Lo que sí se comprobó fue que allí, en ese sitio alejado del bullicio, se erigieron mansiones de propiedad de los testaferros que construyeron sus espléndidas viviendas en reemplazo de las chozas de esos iletrados. Sus habitantes ya no eran esos hombres y esas mujeres que se confeccionaban hasta sus propias ropas y sus propios calzados. No. Era otro tipo de gente, muchos de ellos empresarios y hasta creyentes en Dios que no escatimaron esfuerzo alguno en usurparles lo que lograron con esfuerzo, incluso suplantándoles sus reglas de buen vivir que aplicaron por años, cuyo único derrotero eran el respeto y el amor entre sí.
Fuente de figura:
https://wiki.ead.pucv.cl/Estudio_de_la_Naci%C3%B3n_Mapuche
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