CUENTOS CORTOS: «MENTIROSA»
Serie de cuentos cortos, por Yerko Strika.
MENTIROSA
Ella anda con puras mentiras. Se acompaña y rodea de ellas. La escoltan donde quiera que vaya. En las mañanas, cuando despierta, se queda en la cama abrazada a ellas un rato y luego en la ducha, las restriega con su guante de crin o humecta con aceites naturales. Por su parte, las mentiras le lavan la espalda, esa parte tan difícil de alcanzar cuando todo uno está hecho para conducirse hacia adelante. Ya, saliendo del baño, le ayudan a escoger lencería y vestidos, de entre los muchos que cuelgan en el amplio armario. Se refleja en el espejo, mientras entalla la cintura con accesorios que hacen aparecer una figura escultural. Si la mitad del cuerpo es más o menos el ombligo, aquí, sencillamente, ese vestigio de vida uterina, es un remate de transición, una pausa deliciosa en la anatomía erotizada de esa mujer. El ombligo en ella, constituye un punto seguido para tomar el aire indispensable que permita continuar leyendo la piel que asciende vertiginosa hasta dar forma a un rostro provocador, del que, les aseguro, todos han huido tarde.
Casi termina de vestirse, y pareciera que los pendientes elegidos para colgar de sus orejas, fueran serafines sustentados por sí mismos. Toda ella parece flotar cuando cierra la puerta tras de sí, dejando parte de su séquito de mentiras a cargo de la casa.
Afuera, intenta confundirse con el gentío, pero es imposible ignorar ese andar inmaculado, no condiciéndose con una acera urbana cotidiana de transeúntes corrientes, que llevan enfrascados un buen rato en sus terrenales asuntos.
Por eso, su proximidad es como el sismo para los animales: se percibe antes. Hombres y mujeres levantan la cabeza, oliendo la cercanía de algo, e inquietos buscan con la mirada la razón que los perturba. Y ella, como si nada, del brazo con su mentira provisional de calle, camina como en distracción absorta en sus propias cavilaciones.
Cuando llega, la atiende el mesero de siempre, quien invariablemente trata de advertir a todos y quienes se aproximan a la mesa de ella, que no lo hagan. Ya no insiste mucho, pues sabe que es inútil y desde su andar manco, le lleva como de costumbre un martini seco y acodado en la barra, espera a ver qué pasa. No debe aguardar mucho, para observar como un muy bien parecido hombre, se aproxima y con sonrisa de dioses le dice algo, que desata en ella una risa tan templada como alegre. El hombre, pensando lo que todo hombre piensa en esas circunstancias, abre la silla del acompañante y se sienta en gesto triunfal, alzando la mano para pedir lo mismo que está tomando ella. El de la sola mano, quién sabe cómo, deposita una servilleta en la mesa , que dice cuidado, e instala la copa de martini sobre la misma, alejándose en paz en su advertencia.
Casada, pegunta él. Viuda, responde la mentira del estado civil. ¿Hijos? prosigue. No; atenta la mentira de la maternidad. Y su boca, transformada en pentagrama, va creando una sinfonía que captura en base a mentiras la ingenuidad del otro que se cree conocedor. Cada frase es una patraña que lleva a otra y esa a otra y a otra, que se van desplegando en una coreografía ensayada hasta la perfección. Incluso en ese arte, hay espacio para la improvisación y deja que mentiras nuevas hagan su estreno, supervisadas por las mentiras viejas, que las miran atentas, con indisimulado orgullo de madres. A estas alturas, ella es un cuerpo poseído por el embuste y él, mero adorno en esta falacia, está pagando por los martinis con efectivo. El mesero, por última vez, envía una señal dentro del recibo de la cuenta, pero el embaucado es todo poseso de ella y sin discernimiento deja una propina desmesurada, en auténtica señal de obnubilación.
Se ponen de pie y caminan entre las mesas, captando las miradas de todos. Unos incrédulos, otros conteniéndose de aplaudir la proeza del macho; las mujeres, sin poder dar crédito a su propia envidia eclipsada por el balanceo alucinante de la cadera que se despide en compañía del hombrón caribeño. Las últimas en salir, son las mentiras rezagadas que se quedaron platicando unos instantes, ajustando detalles para lo que viene.
Poco después del cierre, el personal de cocina se ha ido y solo queda el mesero mutilado. Algo melancólico esa noche, se sirve en la barra un vaso de destilado y con la vista extraviada, rememora cuando tenía mucho y lo perdió todo. Para intentar salvarse robó, estafó, apostó, suplicó; y poco a poco fue viendo como su vida se desarmaba en pesadilla. Su mujer lo dejó, desapareció de un día para otro de la faz de la tierra con sus hijos. Su trabajo, una pantalla que no soportaba un embargo más; el caos bancario, la policía buscándolo en domicilios inventados, arrancado por puertas falsas y aunque escondido por meses, se las arreglaba clandestino para ir a verla a ella. Hasta que un día, abatido, cuando sólo le restaba perder la dignidad, ella pintándose las uñas de los pies, desnuda sobre la cama, le preguntó vocecita taladrante: ¿Y qué harías por mí?
Cortarme una mano.
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