«No podemos resolver la crisis climática sin cambiar nuestra relación con la naturaleza y con nosotros mismos.»

Naomi Klein.

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CUENTOS CORTOS: «CAFÉ RESTAURANT»

Serie de cuentos cortos, por Yerko Strika.

CAFÉ RESTAURANT

Tomados de la mano, en una vejez que se les vino como un susurro, vaguada suave desde la borrasca infinita del tiempo, van caminando en su sagrado jueves de este diciembre, tal como hace cincuenta años,  cuando ella lo invitó a una fuente de soda a pagar el piso,  con su primer sueldo de profesora normalista. En el alma de entonces, pero en los pasos de ahora, van caminando  desde esas alturas tan desiguales, que de tanto conocerse, sortean en un baile de perfecto acoplamiento. Se sientan ayerhoy en la mesa de siempre y se preguntan que habrá sido del garzón  de sonrisa ancha e impecable chaqueta blanca,   que les destapó una gaseosa con todo el arte de su oficio, sin dejar de sonreír en ese bigote de época, y que  de tanto jueves en jueves se fueron haciendo cercanos, hasta conocer los gustos mutuos y algún vértice de la vida de cada cual. Ahí, en ese año,  cuando a diez kilómetros del centro de la ciudad, todo era rural, y cuando esos dos engendraban su historia en la carne prometedora de la juventud, justo ahí, cuando en ese diciembre el Che Guevara hablaba en las Naciones Unidas, ese par, sin saberlo, se amaba para toda la vida.

Y quien los atiende ahora, debe ser un  siglo menor que ellos,  y  se parece al señor de bigote que los atendía cuando esperaban su primer hijo, comenta ella;  qué habrá sido de él, pregunta dulce  a su viejo tomado de la mano. Sí, le dice él, se debe haber muerto en el recuerdo de no tenerlo.  Y en el vaho,  surge el mesero pidiéndoles con un guiño que no hagan perro muerto otra vez. Los viejos, tomados de la mano,  ríen de buena gana  y  ordenan lo de  siempre  jueves y al rato aparece el garzón del bigote con una bandeja gigantesca de metal plateado,  que baila sobre las cabezas de los demás comensales, antes de llegar a la mesa de su pareja favorita y depositar una orgía de tomates, arroz, cebolla, pimentones, chorizos, tocino, ajo. Ellos, comen rico y harto, en esa pagada de piso memorable, donde cada cual en su imaginación  le transmite al otro lo que completarán en el recuerdo de lo que será. Conversan, se miran, se besan, sueñan; te quiero le dice ella y él, yo también, chocando los vasos de tanto jueves.

La ciudad de medio siglo atrás,  los tiene sentados soñándose en lo que vendrá, mientras son pocos los vehículos que recorren la calles y la brisa mece tenue el mantel de la mesa de cuatro patas, que si fuera perro, ya habría corrido loca a jugar en la plaza de enfrente. Hay niños, hay mujeres, hay hombres, hay tiempo. Y la mesa,  se echa noble en sus cuatro patas con esa mirada de las mesas perros, sintiendo como en su lomo el amor de los platos baila entre aromas a oliva y albahaca. A ella,  se le está empezando a notar el embarazo y él pone su mano gigantesca en la barriga justo para sentir un movimiento estimulado por tanto deleite. Se miran desde esas alturas tan desiguales, que sentados se camuflan, y resuelven el nombre sin más trámite. Y ya pasado tanto tiempo, cada vez que la mesa los ve  aparecer doblando la esquina, se emociona y mueve la cola en la complicidad de haber conocido antes que nadie el nombre del primogénito. Si fuera más perro, le pondrían una correa para sacarla a pasear por esa plaza del frente, entre sus árboles, escaños y pileta. Entonces,  le piden permiso al dueño y éste, encantado con esa pareja de profesores que ya viene a visitarlos en jueves con un niño en los brazos, les autoriza el paseo, pasándoles un collar, y de tanto creerse perro, la mesa ladra de felicidad cuando cruza por primera vez en su vida la calle con sus patas de madera. No lo puede creer, saltando, corriendo, oliendo todo. Se da vuelta para mirar su querido café restaurant desde el otro lado de la calle, apareciendo en su alma de mesaperro algo así como nostalgia. Quedándose muy quieta en esta nueva sensación, la cubren con un mantel y ahí mismo llega el garzón con los platos y copas para acomodarles la orden bajo la sombra de un gran árbol.

Los viejos, mis queridos viejos. Fiel la mesa y el perro mezclados.

Los viejos de ahora,  comen pausado y poco, pero siempre rico. Beben una copa de vino, a veces dos. No se sueltan las manos y caminan lento, tan lento que el pasado los alcanzó, incluso rebasándolos con la historia de sus propios hijos convertidos en padres. Y conversan de eso que parecía futuro, cuando en el segundo embarazo,  el primogénito se les pegaba a las piernas y los interrogaba en su lengua cándida de poco más de un año,  y a ella le aumentaban las horas en la escuela  y él trabajaba haciendo clases  de noche en un liceo. En el día, el niño pasaba como volando por encima de una pandereta a las manos de la vecina, en lo que era un barrio de anhelos y aromas a cacerolas. La vecina le cocinaba; la vecina le cantaba;  la vecina lo mudaba; la vecina lo hacía dormir; con la vecina paseaba, hasta que mamá regresaba  de la escuela y volaba de vuelta sobre la pandereta,  peinado y lavado , a impregnarse en el perfume de esa mujer morena. Las vecinas, acodadas en la pandereta, se ponen al día en un rato y arreglan cuentas, así, apoyadas en un muro, que lejos de ser una división, es una invitación a mirar con cortesía que hay al otro lado. Se despiden con afecto y agradecimiento, mientras los viejos las miran rememorando  esos años de verdadera urbanidad y siendo cultos como son, debaten sobre esta palabra, siendo sinónimo de educación, modales, maneras, corrección, finura, gentileza, elegancia, tacto. Ella, le recuerda que deriva de urbano: lo cívico, civil, ciudadano. Y en ese pequeño deleite por las letras, miran a su alrededor descansando en su significado. Sienten que algo de eso se mantiene en su querido café restaurant, donde,  cuando llegan en jueves, salta la mesa y los atienden sonrientes entre esencias de especias que se respiran en el ambiente.

Mirada desde arriba  esa plaza y sus cafés, en la mixtura de un viaje astral y el google earth, convergen dos tiempos sincrónicos atrapados en el presente,  que se diluyen en un solo acto de tradición. Los sueños de él y ella,  que fueron adquiriendo forma poco a poco en el transcurrir  de unas cuantas calles y manzanas, entre gente, que como ellos, llegó a vivir antes de los edificios,  a casas sencillas en un horizonte  de avenidas quietas. Esos dos tiempos que atrapan casonas antiguas y edificaciones modernas, se deslizan por la consciencia de los viejos, en un instante perenne que les lleva en vaivén por la ruta que es puente de tanta vida,  entre risas y lágrimas,  construidas de a dos.

Ese jueves de diciembre,  ella quiso celebrar en su amado café restaurant. La mesa de siempre,  con traje de gala, está quieta y honrada por el cumpleaños que acontece en la superficie. Tan íntimos como hace cincuenta años, se reservan palabras de manos tomadas y el cocinero, advertido de la ocasión, se esmeró en una preparación que crepitó junto con su canto alegre, resonando desde temprano en las mesas aún vacías del lugar.

Hoy,  los platos son más: el primogénito y su mujer, acompaña a sus padres, madre. Se suman un par de nietos veinteañeros venidos de rincones diversos. Sentados al aire libre, en libertad, sienten el fondo de la ciudad: su lenguaje, gestos, rumor, habitantes, las mariposas, el canto de los pájaros. Perciben los años fragmentados en décadas, lustros, otoños;  los sienten en los huesos, en la piel, en los ojos, atravesando como una resaca  imperecedera que llega mansa a orillas de sus vidas. Los meseros aparecen de pronto a coro con una torta y ella aprieta fuerte la mano de él, sin poder contener las lágrimas. Ya pasada la emoción, se encuentra en la mirada y abrazo de los otros, en la odisea que ha sido parirse a sí misma,  una y otra vez,  a lo largo de su existencia.

Ese jueves, se entiende, los viejos permanecen  hasta algo más tarde de lo habitual y antes de regresar a casa por el camino de costumbre, se toman de la mano y cruzan la calle, para  dar un paseo entre los escaños y senderos de la plaza.  Van caminando  desde esas alturas tan desiguales,  que de tanto conocerse, sortean en un baile de perfecto acoplamiento, mientras el primogénito que ha sido hippie, vendedor, empresario, viajero, gasfíter, colono, obrero, empresario otra vez, panadero, soñador, jornal, constructor, encantador de serpientes, papá una y cinco veces, empleado público, profesor y amante de las plazas, entre otras cosas;   ve como sus padres caminan del brazo bajo los árboles, seguidos a la distancia por la mesa que se instala oronda en cualquier lugar,  para fundar un espacio público en la pausa de su transitar.

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