
Editorial: ¿Cómo no nos dimos cuenta?
En el análisis de la verdadera “explosión social” vivida por nuestro país a partir del 18 de octubre, hay dos elementos que llaman la atención: el asombro mostrado por la casta política y empresarial frente a este imprevisto fenómeno, por una parte, y las reiteradas voces de muchos actores pidiendo perdón por no haber actuado de otra manera en el pasado. El problema del perdón (y su sinceridad y eficacia) amerita un estudio que, de seguro, se podrá hacer en otra oportunidad. El aspecto relativo al hecho de no haber pispado los síntomas que hacían visible el descontento o la indignación, nos convoca a una reflexión inmediata e ineludible.
La pregunta del millón es la siguiente: ¿No nos dimos cuenta de la realidad en que vivíamos o no quisimos darnos cuenta de esa realidad?
LA VENTANA CIUDADANA, editorialmente y a través de la expresión de muchos de sus colaboradores, ha planteado categóricamente que nuestra sociedad es una sociedad fragmentada. Sin embargo, es probable que no hayamos sido lo suficientemente explícitos en esta materia. No se trata, en el caso, de la mera inequidad salarial o de ingresos en general, sino de algo mucho más grave y profundo. Chile, al mismo tiempo que hace gala y aspavientos de la modernización de su economía (que nos ha llevado al extremo de que sin saber inglés se nos hace imposible leer los suplementos “de negocios” de la prensa escrita), constituye no solo una sociedad estratificada sino una sociedad rigidizada en su distribución en castas tal como ha acontecido en la historia de la milenaria India.
La propia Primera Dama, además de su pueril pavor frente a los “alienígenas” que marchaban y protestaban, ha sido muy explícita en su coloquio confidente a una amiga: “Parece que vamos a tener que renunciar a algunos privilegios”. El problema es que la “casta superior” (aquella enquistada en tres o cuatro comunas de la capital) es absolutamente analfabeta, tanto social y como valóricamente.
¿De qué otra manera puede explicarse que ni siquiera sean capaces de hacer un mínimo esfuerzo para ponerse en el lugar del otro?
Viven ensimismados en la falacia de creer que lo que tienen lo han conseguido gracias a su esfuerzo, transmiten a sus hijos y nietos determinadas convicciones endogámicas (esa actitud social de rechazo a la incorporación de nuevos integrantes ajenos a su propio grupo de clase) y, aunque no lo digan, visualizan al Estado como un instrumento de fuerza y poder que, en el momento de los quiubos, estará disponible, siempre a mano, para protegerlos.
La legitimación política la adquieren a través de los gestos de arribismo de “representantes populares” (senadores, diputados, alcaldes…)o de altos funcionarios del Estado o de empresas privadas que, no bien reciben su primer exorbitante salario, corren a instalarse a las “zonas de privilegio” en un denodado esfuerzo por asimilarse a un estamento que les dé un nuevo estatus. La religión, por su lado, juega su papel avalando sibilinamente esta realidad con prédicas etéreas sobre ángeles y arcángeles o con la invitación a crear fundaciones que gastan millones en la organización de eventos sociales de caridad.
Un ejercicio pedagógico útil y valorable pudiera consistir en promover que estas familias se reunieran en torno a un simple cuaderno para anotar, en dos columnas paralelas, cuáles son las graves carencias que sufre la inmensa mayoría de la población y cuáles son los privilegios, injustificados, de que goza el propio grupo de estudio.
La “casta superior”, pese a su acendrado cristianismo, ha demostrado históricamente que no ha sido ni siquiera capaz de comprender el elemental principio evangélico que dice “el que tenga ojos para ver, que vea”. Para quienes forman parte de tal estrato, los pobres son pobres porque son flojos o son borrachos; sus reclamos provienen de la envidia y el resentimiento; su incomodidad y malestar por tener carencias básicas se deben a su ineptitud para conducir sus vidas y ordenar sus gastos. Hechos tales como la constatación de que el presupuesto municipal de las “comunas de privilegio” se acerca al millón y medio de pesos por persona en tanto que en las comunas marginales a duras penas sobrepasa los cien mil pesos, no les dicen nada ni golpean sus conciencias.
Un obrero que cruza la ciudad para trabajar en una construcción por un salario mínimo ¿Qué otra actitud puede tener cuando edifica para la elite departamentos de 500 o más metros cuadrados, a un precio insolente de mil quinientos millones, que no sea la de indignarse y violentarse? ¿Qué pensará cuando toma conocimiento de que un economista que oficia como director de empresas, percibe 90 millones mensuales en honorarios y se las arregla para no pagar impuestos? ¿Qué pasará por su mente cuando lee que una sicóloga estrella declara que el combate a la injusticia empieza por aprender el nombre del conserje del edificio en que se vive?
Es probable que ni ese obrero ni su mujer salgan a manifestarse y a expresar su rabia pero sus hijos de seguro que lo harán. Las expectativas de esos jóvenes son negras e indignantes y actuarán entonces como toda persona que enfrentada a una situación límite no tiene nada más que perder.
Los integrantes de la “zona del lujo”, a pesar de convivir con afamados sabios y profesores provenientes de las mejores universidades de clase, no se dan cuenta de que la “paz social” no se compra con la limosna, los bonos y la caridad, sino que se logra simplemente con “la justicia”.
Chile experimenta una vivencia valórica que se traduce simplemente en que todo lo que una persona necesita debe comprarlo. Salud, vivienda, educación, pensiones, constituyen un negocio. Los derechos, los bienes sociales, la solidaridad, el bien común, simplemente no existen.
¿Estaremos dispuestos, especialmente las castas dominantes de la sociedad, a romper la inercia de la injusticia y la inequidad?
Un buen artículo editorial. Felicitaciones para el equipo de La Ventana Ciudadana.
Comento primero con una respuesta al interrogante planteado al final de este artículo. Pienso que la gente decente, que piensa en el país y en su población mayoritaria, está realmente dispuesta a romper la inercia de la injusticia y de la obscena desigualdad económica y social. El problema son las llamadas «castas dominantes» que se benefician con la situación absurda y administran Chile como un fundo del siglo XIX. Primero porque difícilmente van a querer perjudicar sus intereses, segundo porque NO SON GENTE DECENTE.
No es necesario ser historiador, ni sociólogo, ni economista, ni antropólogo para saber que es tiempo perdido depositar confianza en gente que en su mayoría se enriqueció beneficiada por una dictadura delictual y sanguinaria, con la cual tenían y tienen lazos de amistad, parentezco y afinidad ideológica, y en la cual participaron activamente. Si con esa dictadura saquearon al país para enriquecerse, por qué irían a transformarse hoy en gente honesta ?.
Una gran Editorial, «las Castas políticas y empresariales»… Muy bien motejadas, Eso son Castas!
Felicitaciones por esta ilustrativa visión y análisis.