«El mayor problema ecológico es la ilusión de que estamos separados de la naturaleza.»

Alan Watts.

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Editorial: La cantinela de los Derechos Humanos

Equipo laventanaciudadana.cl

Periodismo ciudadano.

El 26 de junio de 1945, fue firmada, en la ciudad de San Francisco, California, E.U.A., la Carta de las Naciones Unidas. El preámbulo del trascendental documento señalaba: “NOSOTROS, LOS PUEBLOS DE LAS NACIONES UNIDAS, RESUELTOS … a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, HEOS DECIDIDO AUNAR NUESTROS ESFUERZOS PARA REALIZAR ESTOS DESIGNIOS”.

El 10 de diciembre de 1948, en París, la Asamblea General de la ONU, aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El documento declarativo fue suscrito por 48 naciones, incluida Taiwan (China nacionalista, la República Popular China no formaba parte de la organización mundial) y algunas dictaduras latinoamericanas, en tanto que  se abstuvieron de sumarse Arabia Saudita, Sudáfrica, y los países socialistas: Bielorrusia, Checoslovaquia, Polonia. Ucrania, Yugoslavia y Unión Soviética. El preámbulo de la Declaración considera que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. El artículo 2 explicita: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquiera otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

Lo antes transcrito es de sobra conocido. Pero, como sucede con frecuencia, por conocido se calla y por callado se olvida.

Nuestro país registra en su historia reciente una de las peores épocas de violación sistemática de los Derechos humanos al extremo que hasta hoy centenares de personas aparecen registradas en los anales como “detenidos-desaparecidos” ya que sus cuerpos fueron lanzados al mar, fueron incinerados o enterrados en ignotos lugares. Formalmente, la condena de estos y otros crímenes ha sido casi unánimemente condenada aunque muchas y muchos, para purgar su calidad de cómplices pasivos, insisten en señalar que los hechos hay que juzgarlos “en función del contexto”.

Cuatro décadas más tarde, el tema ha vuelto a reflotar. Una súbita explosión social, cuyos síntomas eran visibles pero no fueron nunca debidamente apreciados, y que hasta ahora permanece descontrolada, puso sobre el tapete una cuestión que resulta inaceptable para una sociedad presuntamente democrática.

Varios hitos mostraron que el terreno estaba abonado para una vergonzante reincidencia. La torpe frase presidencial anunciando que estábamos “en guerra” (lo que implicaba una provocación e insinuaba una luz verde);  la tan discutida acusación del Director del Instituto de Derechos Humanos en cuanto a que se percibía una “acción sistemática” de las fuerzas policiales;  la respuesta represiva de una policía que aún no asimila la idea fundamental de que debe ser capaz de controlar el orden público sin violencia aunque se enfrente a hordas estudiantiles que les provocan como si todo esto fuera un juego o a hordas claramente delictuales que ven en el caos y el desorden callejeros la oportunidad de sobrepasar todo límite de racionalidad, constituyen todos la expresión nítida de una comunidad absolutamente desorientada que no tiene una convicción sólida acerca de lo que son sus derechos y sus deberes.

Los medios de comunicación tradicionales (prensa escrita y tv abierta), han mostrado su absoluta incapacidad para abordar el complejo cuadro socio – político,  al extremo que en el grueso de la población ni siquiera está fijada la premisa fundamental que nos enseña que son el Estado y sus agentes los eventuales autores de atropellos a los derechos humanos y que las agresiones que puedan sufrir las policías, autoridades o sujetos particulares de parte de los manifestantes o de grupos violentistas infiltrados en ellas, configuran delitos comunes penados por la ley con las agravantes que en cada caso se determinen. Y ello es así por la sencilla razón de que en un estado de Derecho,  el Estado y sus agentes tienen el monopolio del uso de la fuerza, privilegio legítimo que le es otorgado y reconocido para proteger tanto a  sus ciudadanos como al orden social en general,  pero en ninguna circunstancia para usarlos en su contra.

El Gobierno del presidente Piñera cometió otro garrafal yerro al criticar con desmesura el informe de Amnesty International (Sí. El mismo organismo que, en tiempos diversos, condenó las actuaciones de Pinochet y de Maduro, entre otros) negando tajantemente los hechos y circunstancias descritos en el documento. A las pocas horas, otra ONG, Human Rights Watch, hacía público su propio enjuiciamiento señalando que en el país “se han cometido graves violaciones a los derechos humanos, que deben ser investigadas” e instando por una inmediata reforma y modernización de la fuerza pública. Los mismos actores que irresponsablemente desconocían lo que estaba sucediendo a vista y paciencia de la ciudadanía, con un cinismo epatante ahora cambiaban radicalmente de postura.

Como se ha señalado, las fuerzas uniformadas (al igual que algunos sectores políticos) siguen mostrando una absoluta incomprensión de la naturaleza de los Derechos Humanos y del lugar que estos ocupan. Se trata de una frontera que el Estado no puede traspasar bajo ninguna circunstancia ya que quienes ejercen el poder que les ha sido confiado por mandato de la ciudadanía, tienen la obligación de detenerse cada vez que se encuentren ante la eventualidad de pasar por sobre un valor esencial de una sociedad democrática: el respeto a la dignidad de la persona humana.                                                                                                        

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