
Editorial ¿Un país corroído por la violencia?
El ciudadano común – aquél que cada día se esfuerza por sacar adelante no solo su propia vida sino la de su cónyuge, de sus hijos, de sus padres ya mayores – alberga la secreta esperanza de que, a partir de este domingo 4 de septiembre, la comunidad nacional se reencuentre consigo misma y así reemprenda una forma de vida encuadrada en una escala de valores cívicos, sociales, morales y culturales que permitan una convivencia civilizada.
Cada día en que criticamos acerbamente el tipo de coexistencia que nos entregó el neoliberalismo, ya sea exaltando el individualismo y desdeñando la convivencia comunitaria, ya sea exacerbando el consumo como despreciando nuestros deberes y obligaciones para con el bien general, ya sea mirando bienes fundamentales tales como la dignidad humana, la educación, la salud, la seguridad social, como productos destinados a ser comprados en el mercado si es que se tienen los recursos para acceder a ellos, nos vemos en la obligación de preguntarnos: ¿Cómo llegamos a esto?
Sería impropio atribuir la realidad por la que estamos pasando, a un solo factor. Como todos los fenómenos sociales, la degradación de la sociabilidad nacional es multicausal pero hay determinados hechos que marcaron el puntapié inicial del partido que hoy estamos jugando.
Cuando la dictadura optó por suprimir la formación cívica de los estudiantes por considerarla algo inútil y peligroso; cuando en los hechos nos enseñó que la autoridad derivaba del poder de la fuerza bruta y de la represión y no del respeto mutuo y del ejemplo moral de quien la ejerce con sensatez y justicia; cuando nos instruyó en que la solución de nuestras necesidades era nuestra responsabilidad y que no nos correspondía hacernos cargo de problemas ajenos; se estaban echando las bases de una sociedad herida y que en muy pocos años derivaría en una sociedad profundamente fracturada.
Desde el momento mismo en que dejamos de coexistir con nuestros prójimos, de respetar su dignidad y sus derechos, de sentir que en alguna medida sus problemas en parte eran también de nuestra responsabilidad, perdimos el valor de la solidaridad mutua y engendramos un clima inhumano proclive al egoísmo, la ostentación, el orgullo, y sus lógicas consecuencias de egoísmo y odiosidad.
Los grandes medios de comunicación social (particularmente prensa escrita y televisión) parecen vanagloriarse al repetir incansablemente los hechos de enorme violencia que se producen día a día, para proseguir induciendo una sistemática crítica a policías y tribunales e instando por una elevación de las sanciones penales como si allí estuviese la panacea milagrosa que se necesita.
Debemos, de partida, tener claro a lo menos que toda pretensión de solución está destinada a tener efectos generales en el largo plazo. Pero, ello no puede llevarnos como sociedad a olvidar que nuestro deber es empezar desde ahora una política integral de resocialización que involucre el compromiso de todas las personas y de todas las organizaciones a través de las cuales participa y se representa la sociedad. El solo hecho de constatar que en un país de veinte millones de habitantes, doscientos mil tienen efectivo compromiso delictual al tiempo que otros doscientos mil están al borde de la conducta prohibida, cifras que si se quiere pueden ampliarse significativamente, resulta intolerable que diecinueve millones de nuestros habitantes se vean obligados a sobrevivir atemorizados, armados, rodeados de muiros protectores y de cámaras y circuitos de vigilancia.
En la medida en que controlemos a los sujetos que ejecutan actos de violencia y a quienes exhiben y exacerban sus conductas, podremos empezar por un camino distinto. Aunque se trata, como dijimos, de una tarea a empezar de inmediato, el país reclama de todas sus autoridades una actitud resuelta y decidida de pedagogía social en esta materia.
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