«No podemos resolver la crisis climática sin cambiar nuestra relación con la naturaleza y con nosotros mismos.»

Naomi Klein.

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Editorial: Un Tribunal bajo Sospecha

Equipo laventanaciudadana.cl

Periodismo ciudadano.

El Gobierno de Bachelet sometió a la discusión del Congreso Nacional  diversas normas destinadas a implementar  la reforma educacional. Una de éstas   no llamó particularmente la atención: reiteraba  el principio de que las universidades no podían tener fines de lucro (así estaba establecido, por lo demás,  desde los tiempos del General Pinochet) pero, ahora   precisaba que estos planteles de educación superior no podían pertenecer ni estar controlados por entidades (empresas, fondos de inversión, etc.) que sí tuviesen finalidades lucrativas.

La norma era tan obvia que ningún parlamentario   planteó reparo de constitucionalidad durante su tramitación. Sin embargo, sorpresivamente, Pilar Armanet, otrora funcionaria constante de los gobiernos concertacionistas, devenida luego en rectora de la cuestionada Universidad Las Américas y ahora en presidenta del  Consorcio de Universidades Privadas,  recurrió al Tribunal Constitucional, órgano que declaró el precepto como contrario a la Carta Fundamental ya que vulneraba “la libertad de asociación”. Lo que a cualquier ciudadano con un mínimo de sentido común le habría resultado incomprensible (que un fondo de inversión “con fines de lucro” invirtiera enormes capitales en un plantel “sin fines de lucro” del cual no podía extraer utilidades) quedó, en consecuencia, legitimado y permitido.

El problema práctico que salta a la vista es que estos “fondos de inversión” o similares, deciden invertir en la educación superior chilena o porque los mueve un generoso espíritu benefactor admirable o porque buscarán los caminos para extraer fraudulentamente utilidades en beneficio de sus asociados. Ya en un pasado reciente se constató que los  mecanismos de artificiosas inmobiliarias o sociedades profesionales de asesorías, de las que formaban parte destacados personeros políticos, fueron utilizados  para burlar la ley. Hoy, Laureate International, con fuertes inversiones en Chile, lo hace pagando costosas asesorías en idiomas o computación a su casa matriz estadounidense, aprovechándose de las debilidades o ambigüedades normativas vigentes.

Más allá del grave caso concreto descrito, el asunto es mucho más de fondo.

A inicios de la década de 1970 (gobierno de Salvador Allende), se creó el Tribunal Constitucional, órgano que pasó a ejercer en parte las funciones de control de constitucionalidad que hasta entonces estaban asignadas a la Corte Suprema de Justicia.  El objetivo de esta alta institución jurisdiccional, es lograr que la Constitución Política tenga vigencia real y efectiva, y sea plenamente respetada por todos los órganos de la institucionalidad (particularmente por el Poder Legislativo) evitando, de esta forma, que mayorías ocasionales o decisiones arbitrarias vulneren sustantivamente los derechos ahí consagrados.

La necesidad de contar con órganos de esta naturaleza está hoy fuera de toda discusión en el ámbito del Derecho Público ya que, en las naciones democráticas en que no se han establecido,  se ha confiado a la Corte Suprema  correspondiente el ejercicio de esta función.

Los Tribunales Constitucionales, por su propia naturaleza,  ya que buscan contener desbordes legislativos o administrativos, son “contramayoritarios”, circunstancia que hace que sus decisiones sean fuertemente cuestionadas por los sectores políticos afectados que ven en ellos una especie de “tercera cámara”, no generada  por la soberanía popular que, de hecho, frena las decisiones adoptadas por los mandatarios directos de los ciudadanos. Por lo demás, el escrutinio público de sus determinaciones, el debate crítico sobre los fundamentos de sus fallos, no debieran preocupar en lo más mínimo pues constituyen actos propios de un sistema democrático.

En el caso chileno, las críticas van por otro lado.

El mencionado Tribunal, por diversas razones, no ha logrado ganar en tres décadas un mínimo de legitimidad ante la ciudadanía.

El principal problema tiene que ver con la generación de los Ministros que lo conforman. Tres miembros del Tribunal son elegidos directamente por la Corte Suprema de Justicia, nominación que se ha ajustado a los criterios y tendencias existentes al interior de esta Corte, razón por la cual estos nombres no han sido objeto de mayores críticas ni de cuestionamientos sistemáticos.  Otro número igual es de directa designación por parte del Presidente de la República, lo que ha abierto la puerta para la nominación de personas que, si bien cumplen formalmente los requisitos establecidos por la Constitución, han sido de hecho seleccionados por esta autoridad más por sus afinidades políticas que por su formación jurídica la que dista mucho de ser de excelencia, circunstancia que ha contribuido en sobremanera a deteriorar el respeto que la sociedad debiera tener por los dictámenes del Tribunal. Finalmente, los cuatro ministros restantes son originados a través de las cámaras legislativas (dos directamente por el Senado y otros por el Senado a propuesta de la Cámara de Diputados)  lo que, por supuesto, ha llevado a los bloques históricos a repartirse los cargos haciendo predominar otra vez las afinidades políticas. En los hechos, lo más grave es que los nominados jamás han logrado cortar el cordón umbilical que los liga al sector que hizo posible su designación a tal extremo que sus votos son claramente predecibles. Ahora, con un Parlamento más plural esto va a complicarse probablemente,  eso sí, en favor de mayorías conservadores dada la homogeneidad del bloque oficialista. Asimismo, la integración  “par” del Tribunal otorga un valor preponderante al voto dirimente de su presidente,  haciendo posible que el órgano referido adopte posiciones no suficientemente serias desde el punto de vista jurídico sino conforme a las afinidades de su presidente circunstancial.

Finalmente, es claro que las competencias del Tribunal deben ser  revisadas de forma de eliminar los inútiles e injustificados controles previos de constitucionalidad, de precisar las personas o entidades habilitadas para demandar su pronunciamiento y de cerrar las puertas definitivamente a quienes en forma sistemática amenazan con el pronunciamiento del Tribunal como si el órgano fuese una parcela de poder.

El tema es complejo pero, si no se le aborda con la seriedad e independencia que la sociedad reclama, evolucionará sin duda  hacia una verdadera crisis político-institucional.

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