«En último término, la democracia es una cultura de vida. Si sus valores de respeto y tolerancia no los inculcamos  desde la familia y la escuela, estaremos dejando que la barbarie y la violencia se impongan»

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Esto no es un chiste

La situación por la que atraviesa nuestro país no solo es preocupante sino que es, derechamente, muy grave.

Luego de la violenta protesta social originada el pasado 18 de octubre, es claro que el ambiente en Chile cambió tremendamente. Podremos criticar y condenar con vehemencia las expresiones de violencia descontrolada que destruyeron medios de transporte, pequeños y grandes comercios, bienes y equipamiento público, entidades consideradas como insignias del “modelo” (bancos, AFPs, Isapres, grandes tiendas), pero lo indiscutible es que estábamos ante una respuesta, pero debemos reconocer sin excusas que todo era la manifestación de un malestar generalizado. Cada quien marchaba, gritaba, injuriaba, apedreaba, exteriorizando su propio y personal problema. No estábamos ante un movimiento orgánico con liderazgos claros sino ante una suma indefinida de individualidades que se sentían humilladas y aplastadas en su diario vivir, por las inequidades, abusos e injusticias.

El acuerdo “por la paz social y la nueva Constitución” del 15 de noviembre, fue un convenio suscrito entre los actores de la superestructura política que contribuyó a descomprimir parcialmente el ambiente. A los pocos días, fue notorio que varias de las suscriptoras y suscriptores habían firmado solo por razones de buena crianza pero que nunca tuvieron la voluntad de comprometerse de corazón. ¿No resulta ridículo que personas que suscribieron el documento en pro de una nueva Carta Fundamental, después inviten a rechazar esa propuesta?

El verano y la pandemia sirvieron para adormecer el descontento callejero, pero el malestar acumulado siguió donde mismo. Ilusos e ingenuos fueron quienes pensaron que todo estaba bajo control sin entender que la única vacuna efectiva implicaba una dosis grande de justicia, integración y redignificación de las personas.

Para el Gobierno, la pandemia fue vista inicialmente como tabla política de salvación. Procuró exhibir su eficacia e impulsó con fórceps el retorno a la normalidad. Las cuestionables encuestas de cada lunes, parecieron darle la razón pero todos sus esfuerzos se fueron al tacho de la basura en pocos días.

Hoy se plantea, con mucha vehemencia, la necesidad de un gran acuerdo nacional “económico y social”. Sin embargo, no se sabe aún con quiénes y para qué. Se restringió la participación a los partidos con representación parlamentaria y luego a las colectividades con participación en la Comisión de Hacienda, lo que se tradujo en un intríngulis procedimental que nadie logra descifrar.

Diversos economistas han coincidido en que la crisis sanitaria y económica va a exigir un esfuerzo monumental. Ello implica utilizar AHORA una parte muy importante de los ahorros que el país tiene en bonos soberanos en el exterior. También coinciden en recomendar el endeudamiento interno y externo que se ve factible por la confiabilidad que sigue manteniendo la economía nacional y se ve conveniente por las bajas tasas de interés vigentes en las entidades financieras internacionales. Se habla de un programa mínimo de 18.000 millones de dólares a ser aplicados paulatinamente durante un lapso de 18 meses,

Hasta ahí, el marco parece claro. Hay quienes creen que debe priorizarse el apoyo a las empresas que “dan trabajo” y quienes creen que debe priorizarse el apoyo directo e inmediato a los ingresos de las personas: No puede alcanzarse un mínimo de tranquilidad y paz social si como país no somos capaces de asegurarle un ingreso básico a las familias que no podrán recuperar sus fuentes de trabajo en el corto plazo. Hay otros, como el ex Ministro de Economía del actual Gobierno, José Ramón Valente, que piensan que este es el momento  para eliminar todas las restricciones y controles que entraban el libre crecimiento de la empresa privada (¡!).

Pero, en nuestra opinión, y sin entrar a discutir alternativas técnicas que pueden considerarse relativamente valederas, nuevamente nos encontramos frente a un error genético ineludible: El problema nacional no es un tema meramente económico sino que es un desafío a fondo de carácter político y social. No puede soslayarse el hecho evidente de que el actual Gobierno no resulta confiable para una gran mayoría de los ciudadanos, razón por la cual carece de una verdadera capacidad de convocatoria que integre a loa diversos estamentos de la sociedad. Alguna vez planteamos que la gran definición política estriba en la respuesta que efectivamente se dé a la pregunta: ¿Al servicio de quien está un Gobierno? Si se persiste en creer que el desarrollo del país está sujeto al libertinaje de las grandes empresas para que en “ene” años más sus utilidades chorreen hacia la sociedad, simplemente no tenemos destino viable. Si somos capaces, por el contrario, de dar un golpe de timón y generar una economía integrada, participativa, solidaria, a lo mejor creceremos menos pero ganaremos como comunidad.

El presidente Piñera y las “cinco oposiciones” tienen la palabra.

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