
Editorial: La piedra de molino
Es sorprendente que en medio de la crisis que afecta a la jerarquía de la Iglesia Católica chilena no se haya visto citado un pasaje evangélico que tiene directa atingencia con la compleja situación que vive la confesión religiosa mayoritaria del país. La frase de Jesús, en verdad, no da cabida a mayores interpretaciones: “Mejor le fuera si le pusiesen al cuello una piedra de molino y le lanzasen al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños”. Las versiones pueden variar según el evangelista, el traductor o el intérprete de que se trate, pero la dura condena permanecerá por los siglos de los siglos.
De acuerdo a los antecedentes históricos, la piedra de molino, utilizada para elaborar harina de trigo, pesaba, en términos actuales, entre 750 y 1.500 kilos, dato que es más que suficiente para ponderar la gravedad del castigo. Algunos exégetas ad hoc se han apoderado de diversos pasajes del Nuevo Testamento para suavizar sus alcances en los casos en que ellos resultaban molestos para ciertos sectores sociales de la feligresía pero, en el caso en comento, no cabe duda alguna que la dura expresión antes señalada alcanza claramente a quienes han aprovechado su preeminente situación de poder, para cometer abusos de carácter sexual.
A muchos les ha llamado la atención la sola circunstancia de que la mayor parte de estos indignantes atropellos, se haya producido al interior de una Iglesia que proclama ser pastora de más de 1.300 millones de fieles y cuyas fuentes doctrinarias no dan cabida alguna a ambigüedades o tolerancias en este terreno. No se trata de un simple fenómeno local en un país tercermundista como lo demuestran, entre muchos otros, los innumerables casos que han aflorado en la diócesis de Boston o en la católica República de Irlanda. No se trata, tampoco, de una estructura religiosa institucional conformada por pervertidos. No se trata de conductas personales derivadas del tan cuestionado celibato. Ninguna de estas razones, u otras que pudieran imaginarse, serviría para explicar esta realidad repudiable.
Destacados analistas han puntualizado que estos casos no constituyen errores ni pecados sino que son, categóricamente, conductas delictivas que deben ser pesquisadas por la justicia ordinaria del país correspondiente y sancionadas con las penalidades que prescriba la ley. Se podrán criticar las insuficiencias de las normas procesales y de fondo (las que obviamente deben ser revisadas para eliminar fueros y privilegios, encubrimientos y atenuantes) pero lo incuestionable es que se trata de delitos gravísimos.
Es obvio que en todos estos casos se trata de condicionamientos patológicos que llevan a los individuos a buscar ámbitos que consideran propicios para este tipo de abusos ya que posibilitarían la cercanía física con sus posibles víctimas, la generación de relaciones de sumisión por razones de autoridad o de aparentes fines de cuidado y protección. Así, desde colegios, internados, hogares, etc., hasta la familia o el ejercicio de labores como la educación física o el transporte escolar, son vistos por los victimarios como terrenos abonados para su actividad delictual.
Si bien no es la Iglesia Católica, por supuesto, el único campo en que se han detectado estos delitos, es, a su respecto, donde ellos adquieren suma gravedad no solo por el hecho de involucrar como autores o cómplices a miembros del sacerdocio o a sus acólitos, sino por las labores de encubrimiento institucional de la Jerarquía en un marco proclive a facilitar la impunidad.
Muchos obispos, en Chile y el mundo, han abandonado a las víctimas, han cuestionados, con el fin de resguardar la imagen y las apariencias.
El tratamiento de la enfermedad será duro y complejo para el catolicismo. La remoción de un elevado número de epíscopes no deja de ser un buen paso pero no es todo. Cambiar la naturaleza misma de la Iglesia costará décadas o quizás siglos. Abandonar su tradicional estructura formal vinculada con frecuencia al poder político, económico, social o cultural; dejar la pompa y el boato para reencontrarse con el mandato de la pobreza evangélica; abrir puertas y ventanas para acoger participativamente a los laicos, al “pueblo de Dios” poniéndose al servicio de sus dolores, angustias y luchas por la dignidad y la justicia; son algunas de las tareas imprescindibles de un renacer auténtico.
Las crisis, según se ha dicho, constituyen una oportunidad pero, para encararlas positivamente, se requiere tomar plena conciencia de los hechos y asumir las responsabilidades consecuentes, pues a muchos les resultó profundamente chocante observar cómo, un buen número de obispos, abandonaba sonriente el Vaticano con la cara de un curso sorprendido en una broma o pillería colectiva por su profesor.
El papa Francisco, al igual que su antecesor Benedicto, deberá enfrentar el “peso de la noche”, expresado en una Curia Romana que se empecina en defender su poder y sus privilegios pero que jamás se ha preguntado: ¿Cómo nos juzgaría Cristo si observara la forma en que estamos actuando?
Buen análisis. Esperamos las renuncias indispensables en el clero y las acciones del poder judicial.
Muy buen artículo. Ponderado y referenciando la médula del serio problema.
Para los que son religiosos debe ser doloroso informarse de tales hechos, que ya se arrastran por años en todo el mundo, pero que ahora hacen crisis «en casa», en el propio país.
El problema para los creyentes puede hasta traer crisis de fé, ya que los religiosos (sacerdotes, obispos, diáconos, etc.) que cometen esos delitos en la propia casa de la Iglesia («la casa de Dios») no parecen tener ni «temor a Dios», profanando su casa con esos actos despreciables.