«Lo que le ocurra a las bestias, pronto le ocurrirá al hombre. Todas las cosas están relacionadas.»

Jefe Seattle.

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Las nominadas a los Premios Óscar 2018, 2ª Parte

En cuerpo y alma

La directora húngara Ildikó Enyedi ganó el Oso de Oro en la Berlinale de 2017 con En cuerpo y alma, drama que, recientemente, ha sido estrenado por Netflix (sin ser una producción original del estudio).

Habiendo visto la película, los premios y encomios son entendibles. Es contagiosa en su lirismo y abrumadora en la manera segura y mesurada en que pulsa nuestras emociones cual instrumento de cuerda. Ésta es una hermosa melodía.

La histora empieza en la nieve. Dos ciervos, un macho y una hembra, se miran e interactúan de una forma extraña: el macho quiere acercarse, la hembra no se muestra agresiva, pero lo ignora. El ambiente es atemporal.

Luego nos trasladamos al presente, a un matadero en Budapest, al cual Maria (una magnética Alexandra Borbély) llega a trabajar como la reemplazante de la supervisora. Pronto se gana el desprecio de sus colegas, ya que no le habla a nadie: es solitaria, apática, de una rigidez imposible tanto en sus evaluaciones como en su propio comportamiento.

El jefe, Endre (Géza Morcsányi) trata de acecarse a ella. Tiene un brazo tullido, y tal vez por eso puede compadecerse por una persona que también muestra una limtación específica: comunicarse con otros. Al principio, Maria parece agresiva, pero después nos damos cuenta de que no sabe generar ni manifestar sentimientos.

Nuevamente, vemos a los ciervos en la nieve que se extiende en las montañas. Y es un nuevo día en el matadero.

Barbély interpreta a Maria como si fuera una niña inocente en un mundo brutal, sin embargo, es su candidez lo que la hace inmune a la violencia que la acecha, y la hace ver con suma claridad aquello que necesita en su vida. Asimismo, tanta inocencia la vuelve impulsiva a veces, llegando incluso a ponerse en extrema vulnerabilidad.

En cambio, el Endre de Morcsányi es un hombre sereno, que ya aceptado las complicaciones de su vida y se mueve sin buscar nada excepcional que le devuelva la energía de antaño. O eso parece en la superficie. Endre transmite una mirada pacífica, y una cara en constante relajo que cuando adquiere suaves matices de alegría o alerta, la emoción es genuina, casi táctil. Y es de esta forma que En cuerpo y alma nos envuelve en su atmósfera única.

Es un brillante ejercicio en sutileza. Los personajes principales están unidos, porque el montaje insiste en conectarlos. Mas debe haber una razón mejor.

Los ciervos tienen un propósito poético que, a medida que el relato avanza, pensamos que se trata de un artilugio rebuscado, para hacernos creer que estamos ante un filme especial. No obstante, luego sabemos su significado. No es una metáfora gratuita, y comporta un desarrollo vital tanto para los personajes como para la estructura misma del filme. De hecho, los ciervos son tan importantes, que si los sacas de la película, ésta dejaría de tener sentido.

Y no es la única revelación.

Endre y Maria están tan acostumbrados a su soledad, a ser invisibles ante los demás, que algo superior a ellos los obliga a descubrir que necesitan sentir algo profundo e ineludible. Percibiendo con más atención la belleza de la ciudad y la naturaleza, entregándose al placer venéreo como un acto espiritual, puede ser el camino a un futuro mejor. Necesitan ser amados.

A través de una fotografía elegante y austera, enfática en el detalle de las rutinas diarias de los protagonistas, desde lo que comen, hacen y hasta miran, el filme nos involucra en sus personalidades complejas, y sentimos alegría y gratitud por ser testigos de su crecimiento.

Lo demás, la película lo deja al misterio de lo romántico y de los sueños. Así que mejor ve En cuerpo y alma, y deja que te asombre.

1 nominación: Mejor Película Extranjera.

Lou

La trilogía de Cars es adorable, y mi favorita es Cars 2 (2011), digan lo que digan los demás críticos. Y en 2017 la historia se completó con Cars 3, un gran final para estas tiernas películas de autos vivientes. Sin embargo, esta tercera parte nos entregó algo más: un cortometraje con conciencia social, Lou (2018). El personaje del título es un monstruo o, en realidad, una entidad mágica, que cobra forma mediante los objetos perdidos de un baúl de kínder.

En el jardín de niños, hay un matón regordete, que no es amigo de nadie, y hostiga a sus compañeros quitándoles sus cosas personales y guardándolas e su mochila. Lou advierte lo que está haciendo el niño, y sale del baúl a darle una lección.

Pero no me refiero a nada violento. La película no es prudente en no ofrecerle al público infantil una solución semejante, pues el cinismo suele ser una salida fácil. El corto se trata de la redención, y de la corrección de las conductas violentas en los niños a través de la empatía y el juego. Para una historia tan breve, es psicológica y conmovedora, y posee una animación tan mágica como el propio Lou, capaz de despertar empatía hasta en niños que parecen monstruos como él.

Lou puede ser un corto de Pixar, mas lo que expresa sobre la niñez es de tal trascendencia, que alcanza la relevancia de los mejores largometrajes del estudio.

1 nominación: Mejor Cortometraje Animado.

Baby Driver

Baby, como se hace llamar, es un misterioso joven que trabaja como chofer de un grupo de ladrones. En su vida privada, cuida de su padre adoptivo, que es sordo, mientras él crea remixes de canciones de rock clásicas en casetes. Desde niño está obsesionado con la música: sus padres murieron en un accidente automovilístico, y antes su madre le había dejado un casete con selecciones personales de rock, que él aún conserva.

Baby reproduce ésas y más canciones en su iPod cuando conduce, pues sufre de tinnitus, condición auditiva que anula con la música en sus audífonos. Aunque la música sea diegética, se vuelve incidental cuando envuelve al filme al empezar las escenas de acción, coreografiadas y montadas según la canción de turno.

Baby Driver (2017) es un filme de acción no sobre una historia, sino sobre el sonido y la música, donde incluso los diálogos citan letras de canciones de variados estilos y épocas. Dado que su esencia musical despierta cuando emergen los tiroteos y persecuciones, de los más emocionantes y diestramente realizados en años, nos percatamos de que estamos frente a un sueño hecho realidad del director/guionista Edgar Wright.

El resultado es puro estilo y no mucha sustancia. Los personajes se desarrollan como lo harían clichés de ellos mismos. Tal vez porque lo son, pero los motivos de Baby, al menos, son enternecedores: arriesga su vida al volante todos los días para mantener a su padre, e insiste en su sacrificio diario tras conocer a una mesera en un diner, Debora, de quien se enamora. Ambos son estereotipos románticos, y el amor entre ellos funciona porque, en su idealismo, nos ofrece un oasis en medio de la violencia y el cinismo.

Consideremos una escena en una lavandería. Las lavadoras, una sobre otra en una hilera doble, contienen cada una ropa de color amarillo, azul o rojo, creando una imagen inolvidable por el ritmo del color. Esto acompaña al ritmo de la música que Baby y Debora escuchan en audífonos; ambos están sentados en una banca de espaldas el uno al otro, pero juntos. Esa pose forzada, pero bella, sustituye lo que sería una coreografía en un musical legítimo, constatado por el fondo de lavadoras en plena función.

Y es este tipo de escenas, altamente estéticas y que expresan un matrimonio de las ideas que Wright más ama del cine, que hacen a Baby Driver una película de un estilo único y totalmente deleitable.

Uno piensa en Bonnie y Clyde (1967), entre otros títulos, y es una referencia que es aludida en un diálogo. Ahora esto es un problema para Baby Driver a veces, puesto que el hecho de que el filme esté consciente de su profusa intertextualidad, nos aleja un poco de las emociones que intenta comunicar, algo que ya es difícil por el impresionante despliegue técnico ante nuestros ojos.

Baby Driver busca conmovernos forzando situaciones que, en el fondo, obedecen al estilo que Wright quiere conseguir, y no al desarrollo emocional de los personajes. No es una narración fluida y, por lo tanto, su corazón, simplemente, se asoma por entre los planos, los cortes, el ritmo, las melodías y el ingenio, que abruman nuestros sentidos.

El montaje rítmico es una verdadera proeza audiovisual, novedoso y excitante hasta que se pone repetitivo; las persecuciones en auto son de las más frenéticas y mejor coreografiadas en la memoria reciente. Baby Driver no es una obra maestra, es demasiado pretenciosa, pero se las arregla para entretenerte en el camino.

3 nominaciones, incluyendo Mejor Montaje.

Kong: La Isla Calavera

King Kong es un personaje ya mítico del cine. Es una obviedad, pero a falta de ideas, Hollywood es temerario en reciclar sus historias, y ahora tenemos otro filme sobre el gorila gigante que aterroriza a los pobres humanos: Kong: La Isla Calavera (2017). Kong es ya un monstruo tan querido, debido a su lugar en la historia del cine y el tiempo que ha pasado desde que lo conocimos (la cinta original, King Kong, fue estrenada en 1933), que es visto incluso como un héroe del celuloide, generalmente, por personas que no conocen las películas.

Tal vez es a ellas que Kong: La Isla Calavera está dirigida. Tal vez porque Warner Bros. planea armar una franquicia con ésta, enlazándola a Godzilla (2014) en una escena poscréditos, y no pueden tener al monstruo protagonista como un villano. Como tienen que hacer varias entregas, sería aburrido ver cómo el gorila pierde una y otra vez, o desalentador ver cómo triunfa una y otra vez. Tiene que ser un aliado del público.

El look del filme es reminiscente a la estética del cine bélico de los 70, particularmente, cintas sobre la Guerra de Vietnam, y no es sorpresa que tal sea el contexto de esta nueva Kong. La magistral Apocalypse Now (1979) se viene a la mente de inmediato una vez que el ejército estadounidense ingresa en helicópteros a la isla recientemente descubierta del título, en una expedición cartográfica. Mas las referencias cinematográficas dulcifican el sabor de la película, ya que esta Kong no aspira a hacer una declaración profunda sobre la guerra ni nada por el estilo.

Pretende entretener, ofreciéndonos un espectáculo vistoso, cómico a veces, cruento a menudo, y de un ritmo rápido. Los personajes no son creaciones originales, sino de utilería. Pero son inteligentes, tienen la energía propia de aventureros de historias clásicas, y las relaciones que establecen entre ellos son lo bastante excéntricas para mantenernos interesados.

El personaje que se roba el show es un piloto de la Segunda Guerra Mundial interpretado por John C. Reilly, evidentemente, divirtiéndose de lo grande en el filme, y en su actuación estriba el corazón de la historia, si es que hay uno.

Kong: La Isla Calavera nos presenta a nuevos monstruos que son los enemigos de Kong. Éstos son criaturas subterráneas, de dos piernas y similares a lagartos gigantes, aterradoras en diseño visual y comportamiento gracias a un elaborado (mas no genial) uso del CGI. Mientras Kong nos provoca asombro (como siempre), además de admiración, estos lagartos gigantes (llamados Skullcrawlers) proveen el terror que el gorila ya no puede, porque se supone que ahora es el héroe.

Pero me abisma que esta Kong, de una historia tan poco ambiciosa, aunque placentera en su visualidad, haya conseguido una nominación al Óscar: al salir del cine, la recuerdas por su look y lo entretenida que fue, y después el recuerdo se desvanece. Sólo me resta decir que Alien: Covenant, Okja y, sobre todo, Valerian y la Ciudad de los Mil Planetas fueron mucho más osadas y tenían mucho mejores efectos visuales. Ya está, lo dije.

1 nominación: Mejores Efectos Visuales.

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