¿Por qué no nos vamos todos a vivir a Santiago? ( II )
Esteban Lobos, analista.
En la primera parte de este comentario, publicada el pasado 26 de junio, enumeramos, en forma bastante desordenada, una docena de puntos que nos llaman la atención en esta tortuosa relación Metrópoli – Regiones. En general, las personas tienen una tendencia natural a pensar que los problemas que tienen que ver con la descentralización administrativa y con la regionalización del país son cuestiones que atañen a las elites dirigentes y que se solucionan a través de respuestas burocráticas: más cargos, más regiones, más comunas. Así nos hacen creer. Se vive la embriaguez del “gatopardismo”: Aparentar permanentemente que se hacen cambios para que, en definitiva, todo siga igual que antes.
13.- Por ahora, un último punto aunque, por supuesto, hay muchos más. . El parque automotor de vehículos livianos (autos, camionetas, furgones) se ha estado incrementando en la última década en el país en razón de sobre 200.000 unidades por año. Las proyecciones para 2017 anuncian que esta cifra se elevará a 300.000, de los cuales un 45% a lo menos permanecerán en la Región Metropolitana, esto es unas 135.000 unidades. Si en desplazamiento en una cuadra de calzada caben 60 vehículos, esto requerirá 2.250 cuadras adicionales de nuevas vías cada año, sin perjuicio de la reparación y mantención de las vías ya existentes. Es fácil colegir que jamás la construcción de nuevas vías será suficiente para alcanzar lo requerido. Como el poder político, económico, financiero, comunicacional, está concentrado fuertemente en la ciudad-capital, las presiones por mayores recursos y mayores obras serán constantes lo que se traducirá, sin duda, en merma de la inversión en infraestructura productiva en el resto del territorio nacional. De esta manera, se consolidará más aún una política de Estado que, por arte de magia, transforma los problemas locales de la metrópoli en problemas de interés nacional.
Sobre la base de los antecedentes expuestos, puede deducirse que, desde el punto de vista de un desarrollo económico racional, de la equidad territorial e incluso de la seguridad nacional, el creciente despoblamiento del país y la concentración de la población y de las actividades en un solo núcleo urbano constituye un absurdo insostenible. Para formarse un adecuado juicio, tengamos presente que Alemania, con una superficie equivalente al 45% del territorio continental de Chile, tiene una población de 82,2 millones de habitantes y, pese a ello, no tiene ni una sola ciudad con una población equivalente a Santiago: Berlín con 3,4 millones; Hamburgo: 1,6 millones; Munich: 1,3 millones.
No deja de sorprender el estudio del Instituto Libertad y Desarrollo (en esto habrá que creerle), publicado por El Mercurio, que indica que “las regiones tienen escasa incidencia en la gestión de los recursos”. Éstas, según se precisa, reciben sus recursos a través del Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR), del Fondo de Innovación para la Competitividad, del Fondo de Apoyo a Regiones (Espejo del Transantiago), del Fondo de Inversión y Reconversión Regional, del Fondo de Estructura Educacional y de los Programas de Convergencia para zonas rezagadas. Entre todos, más sumas menores procedentes de patentes mineras y casinos, se alcanza un total de 1.846 millones de dólares, de los cuales un 56% tiene una aplicación que viene definida por los hombres sabios del gobierno central en tanto que sólo 811 millones son de asignación regional. Es decir, que sólo un 1,18% del presupuesto de la nación es de asignación a nivel regional.
Más aún. Los proyectos en trámite en el Congreso Nacional, que crean nuevos ministerios, servicios y regiones, implican aproximadamente 7.000 nuevos cargos funcionarios, de los cuales (salvo algunos obvios como lo que derivarían de nuevas regiones) la inmensa mayoría quedarán radicados en la ciudad-capital. Basta un somero análisis de la realidad burocrática del Estado, para darse cuenta que, cada vez que nace un nuevo ente público, se genera a través suyo una cohorte de funcionarios asesores, periodistas, jefes de gabinete, etcétera, etcétera, quienes conocerán los problemas del país real a través de papeles que llegan a dormir a sus escritorios. Ello explica el hecho de que menos de la mitad de los recursos asignados en teoría para abordar determinados problemas, lleguen efectivamente al lugar al que tienen que llegar: las personas, las comunas, las áreas afectadas.
La que comentamos no es una respuesta que sea de responsabilidad de una determinada corriente política. Al contrario, la historia demuestra que es la forma en que una persistente cultura centralista se refuerza a sí misma y se rigidiza hasta el extremo de hacerse prácticamente inamovible.
El centralismo es un cáncer que avanza inexorablemente. Una vez creada una estructura administrativa su vocación natural es a su autoafirmación, a su crecimiento y a convencernos de que es imprescindible.
Cada uno de nosotros tiene el legítimo derecho a preguntarse: ¿No sería mejor un Estado menor, más simple, más descentralizado, más ágil, que operara a través de programas concretos y específicos cuyos resultados pudieran ser medidos y evaluados periódicamente tanto por la forma en que trabaja como por sus resultados?
En verdad, teníamos la secreta esperanza de que alguno de los aspirantes a salvador de la patria tuviera en esta materia una reflexión madura y una propuesta innovadora. En medio de los mediocres y vergonzosos debates que se han podido observar con motivo de las elecciones primarias, ni uno sola de las cinco estrellas del firmamento mencionó siquiera, ni por equivocación, ni una sola vez, la palabra Región. Por lo menos, respecto a ellas ya sabemos lo que nos espera.
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