Publicidad, Ética y Estética.
Esteban Lobos, analista económico.
El “modelo económico” vigente en el país, suficientemente amparado por diversas disposiciones constitucionales que son consideradas sagradas, está basado en algunos fundamentos indispensables. Uno de éstos, por supuesto, es el derecho “a la propiedad privada” y su consecuencia directa que es el “derecho de herencia”, puntos de partida del capitalismo que en la práctica implica que en la carrera por la subsistencia unos pocos partan con bastantes metros de ventaja, hándicap que no ha sido logrado por su esfuerzo y sacrificio sino por lo que algunos han denominado “privilegios de clase”. El otro, por supuesto, es “el derecho a la más plena libertad económica” para emprender, para fijar precios, para determinar nivel de los salarios, siendo visto con muy malos ojos un Estado que pretenda meter sus narices en estos campos.
En simple, Adam Smith, pope del liberalismo económico, afirmó que cada uno de los individuos emprende una determinada actividad mediante la cual busca su propio beneficio, de tal forma que al concurrir con sus bienes y servicios al “mercado”, punto en el cual confluyen oferentes y demandantes la interacción mutua permite seleccionar, por ejemplo, por calidades y por precios.
En el complejo mundo moderno, las empresas compiten entre sí, teóricamente no sólo para imponerse sobre las demás y captar una mayor “cuota de mercado” sino, también, para superarse a sí mismas entregando cada vez mejores bienes y a menores precios.
Por supuesto, del dicho al hecho hay un gran trecho. Esas reglas idílicas son frecuentemente violadas por sus propios defensores que, cínicamente, cuando llega la ocasión, no titubean en coludirse para evitarse el trabajo de competir y el esfuerzo por mejorar. El usuario o consumidor final no se da cuenta de ello sino cuando ya han transcurrido varios años en que ha sido imperceptiblemente abusado. Un Estado débil, por su lado, carece de las herramientas necesarias tanto para detectar estas situaciones como para sancionar.
En una “economía libre” la publicidad desempeña un papel importante toda vez que informa al consumidor, que es la contraparte del productor, acerca de la naturaleza y características de lo que está adquiriendo. Por esa razón, se ha insistido en que la publicidad debe estar sujeta a ciertos parámetros éticos que los define el productor y los presenta, de la manera más atractiva posible, el publicista. El productor debe procurar que los bienes y servicios respondan a las expectativas que sobre ellos se ha hecho el consumidor; debe informar sobre su contenido de tal forma que pueda apreciarse oportunamente si contiene elementos que afecten negativamente al consumidor; debe evitar todo proceder que induzca a confusión con sus similares o alternativos; y debe evitar todo tipo de coacción que prive al consumidor de su indispensable libertad para decidir.
Lo anterior es lo básico, pero no lo es todo.
En una economía sobradamente liberal como la chilena, la publicidad, en su sentido más amplio, procura sorprender a un consumidor indefenso o desinformado.
Si se analiza el “mercado publicitario” nacional es muy fácil detectar una serie de conductas anómalas o claramente antiéticas. Por ejemplo, un Banco que informa que su producto “crédito de consumo” tiene la “cuota más baja del mercado”, está engañando no porque mienta sino porque oculta una parte desagradable de la verdad: el número de cuotas que finalmente habrá de pagar el solicitante y, consecuentemente, el total final. Una farmacia que anuncia “un 50% de descuento en la segunda unidad” también está engañando pues la verdad es que está ofreciendo un 25% de descuento al mismo tiempo que está limitando el acceso a este beneficio a las personas cuya condición socioeconómica le impide adquirir mayores volúmenes. Un supermercado que publicita un espectacular precio para un producto del cual no dispone, está embaucando al consumidor para que ingrese al local y pueda adquirir otras cosas. Un fabricante que calladamente reduce el contenido de sus envases en un 10% está alzando (sin justificación, por eso lo hace solapadamente) en un 9% sus precios. La inducción a comprar en cuotas, sabiendo lo que ello significa para el sobreendeudamiento de sectores de escasos recursos, es otra artimaña de uso frecuente. Por supuesto, hay muchos otros tópicos que develar. En una sociedad crecientemente clasista y estratificada, la publicidad de las grandes tiendas que promueve la adquisición y uso de determinadas marcas mediante modelos adultos o infantiles rubios y de ojos azules que no reflejan la realidad indiscutible del mestizaje en el país, constituye un mensaje discriminatorio inaceptable.
El Derecho Romano clásico, junto con definir el “dolo”, mala intención que implica el propósito deliberado de defraudar o engañar, precisó la figura del “dolo bueno” para expresar aquella relación que busca engañar levemente a una contraparte o cliente que acepta tal engaño a sabiendas (“Esta es la mejor seda del mundo”; “con este género usted va a ser la mujer más linda del planeta”). Ese simpático proceder no se ajusta a nuestra realidad, ya que, con mucha frecuencia, lo que predomina es el “dolo malo” cuyo propósito es más que claro.
Los gremios empresariales, en este terreno como en varios otros, hacen la vista gorda. Sus personeros sufren una grave confusión entre los conceptos de “legalidad” y de “legitimidad”. El primero, implica en el Derecho Privado lo no prohibido por la ley. El otro, tiene un doloroso y molesto barniz ético.
Estas conductas, además de ser reprobables, son estéticamente muy feas.
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