
¿SE AGOTA EL PROGRESISMO?
El progresismo post dictaduras, como un ciclo político en América Latina cuyo inicio se remonta a finales de la década de los 80, parece llegar a su fin. La reciente elección de Jair Bolsonaro en Brasil viene a sumarse a una serie de señales que desde el 2015 empezaron a indicar que algo importante estaba cambiando en nuestro continente.
El progresismo se ha caracterizado por reunir a una compleja pluralidad de pensamientos y aspiraciones, con estrategias y alcances a veces distintos, y que en común tienen el intentar avanzar, con diversos niveles de solidez, en significativos procesos democratizadores, orientados a la profundización, consolidación y defensa de los derechos humanos, sociales, culturales y económicos de la ciudadanía.
Los ejercicios democráticos llevados a cabo en años recientes en diversos países de América Latina han arrojado resultados claramente negativos para aquellos que han asumido liderazgos y propuestas locales progresistas. Lo anterior, constituye un indiscutible retroceso para quienes vemos en este movimiento una oportunidad real de atender y resolver, con sentido de largo plazo, los problemas más urgentes de la ciudadanía, especialmente, aquellos que afectan a los más postergados e históricamente excluidos; sin embargo, pese a nuestra evaluación negativa de estos resultados, ellos no constituyen una tragedia, sino que más bien un duro llamado de atención, expresado a través del ejercicio legítimo del juego democrático.
José Mujica señaló recientemente, en relación con los resultados de las elecciones presidenciales de Brasil, que “desgraciadamente los pueblos también se equivocan”.
Si bien la afirmación de Mujica tiene algo de verdad, su aceptación como explicación de lo que ocurre en Latinoamérica es riesgosa, ya que nos priva de la oportunidad de preguntarnos, analizar y entender en que se han equivocado los movimientos progresistas en los últimos 30 años y cómo son estos errores los que realmente explican la realidad que constatamos hoy.
Intentaremos aquí esbozar una respuesta a esta urgente pregunta.
Un primer factor a considerar es la solidez del sistema democrático. Vivimos en una América Latina en que los movimientos y organizaciones sociales presentan constantes connatos de efervescencia, y coexisten con un individualismo rampante, herencia de los modelos económicos neoliberales implementados por las dictaduras de fines del siglo XX. La pérdida de compromiso con los movimientos progresistas se ha dado en un contexto Latinoaméricano en que la ciudadanía ha expresado un sostenido menor apoyo a la democracia como forma de gobierno (61% de apoyo en 2010 a 53% de apoyo en el 2017 según Latinobarómetro) y un mayor grado de indiferencia frente al tipo de régimen de gobierno (16% de indiferencia en 2010 a 25% de indiferencia en el 2017 según Latinobarómetro). El debilitamiento del sistema democrática como valor y la despolitización de la ciudadanía como fenómeno tienen una innegable relación con el declive que afecta al progresismo. ¿Es lo anterior causa o efecto? Probablemente un poco de ambos.
Un segundo elemento a tener presente es el contraste entre expectativas asumidas y creadas y la capacidad real de responder a ellas. Una rápida revisión de los avances logrados en Latinoamérica en los últimos tres decenios confirma la percepción de que en nuestro continente se han producido positivos e importantes cambios sociales y se ha profundizado en la idea del “derecho a tener derechos”, particularmente en los sectores que históricamente habían estado excluidos o postergados en cuanto a participación social. Sin embargo, estos avances han carecido de la profundidad y extensión esperada, generando sentimientos de frustración y desesperanza en importantes sectores de la población; estos sentimientos, han dado a su vez paso a un proceso gradual de fracturación social, cuyas consecuencias aun no alcanzamos a dimensionar. El progresismo de fines del siglo XX se estructuró sobre la base de esquemas neoliberales ya existentes, y pese a sus promesas de transformación, dedicó mayoritariamente sus esfuerzos al aggiornamento en lugar del cambio, a la administración en lugar de la transformación. La procesos de recuperación de la democracia observados en último decenio del siglo XX estuvieron acompañados en la mayoría de los países del continente por un aumento en la capacidad de organización y movilización social; capacidad que, debido a recurrentes sentimientos de frustración, rápidamente reorientó la energía social acumulada durante años de dictaduras hacia una confrontación con quienes, habiendo prometido profundos cambios sociales, son percibidos hoy como faltos de compromiso real para realizarlos en la profundidad esperada.
Un tercer componente a considerar es el distanciamiento efectivo que se ha producido entre el liderazgo progresista y sus bases. Lo anterior puede ser válidamente analizado como un proceso paulatino que ha ocurrido en ambos sentidos. Las comunidades y la ciudadanía han dejado de ver a la gran mayoría de sus líderes progresistas como representantes legítimos de sus intereses y aspiraciones sociales. La reducción de la pobreza, pero no la desigualdad; la mejoras en el acceso a la educación pero no a oportunidades laborales equivalentes; el crecimiento económico que permite que más personas se incorporen al mercado del trabajo y “mejoren” su condición de vida entendida como consumo de bienes, pero la falta de avance en políticas sociales relacionadas con la salud, pensiones y seguridad; y la falta de atención y respuesta a temas emergentes relacionados con la inclusión, diversidad, inmigración, medio ambiente y derechos indígenas, han generado una socavación permanente de la legitimidad del liderazgo progresista. Desde otro ángulo, el liderazgo progresista ha perdido paulatinamente su compromiso ético con los más necesitados y la ciudadanía en general, quienes han pasado a ser vistos ya no como sujetos protagonistas en la lucha por el bien común, sino como votos a perseguir y parcelas de poder a mantener. La degradación sistemática de la Política como actividad y los políticos como servidores públicos, es en parte el resultado de un liderazgo progresista que, con contadas excepciones, renuncia a su deber de servicio a sus bases, remplazándolo por una necesidad de servirse de sus bases.
Y finalmente la corrupción. Si bien la realidad en Latinoamérica en relación con este tema es dispar, y no es posible juzgar a todos los países con la misma vara, el común denominador es que la corrupción ha aumentado en forma sostenida y se ha expandido hacia ámbitos antes impensables. El financiamiento ilegal de la política, el enriquecimiento ilícito, y la carterización de los proyectos sociales, son hoy en día una lamentable constante en la actividad política, que no pasa desapercibida frente a la ciudadanía. El fenómeno de la corrupción ha afectado a la clase política en general, sin embargo, parece ser percibido y juzgado con mayor severidad por la ciudadanía cuando ocurre en los sectores progresistas y con menor rigor cuando afecta a líderes y partidos de derecha. Desafortunadamente, hemos observado cómo, en reiteradas situaciones, quienes se han erguido como respetados representantes del progresismo y luchadores por los derechos de sus comunidades y la justicia social, han demostrado una deteriorada ética pública, ya sea personalmente o en su entorno; lo anterior ha generado una justificada pérdida de credibilidad y legitimidad, que ha mermado el discurso progresista, complicando el apoyo de aquellos sectores históricamente comprometidos con él. El urgente imperativo de definir una renovada ética pública y la necesidad de establecer una nueva relación, casi simbiótica, entre justicia social y ética pública han sido desoídos una y otra vez por la mayoría de quienes enarbolan las banderas del progresismo. Los resultados electorales de los últimos años son sin lugar a duda consecuencia de la sordera política que en este tema nos ha aquejado.
Indudablemente, los factores antes descritos no son los únicos a considerar cuando intentamos explicar la crisis del progresismo en el siglo XXI; sin embargo, parecen un buen comienzo para iniciar una discusión sobre este tema.
El progresismo no está agotado; el progresismo volverá, sin embargo, no tal como era.
Lo importante es preguntarnos ¿Cuánto nos demoraremos en asumir la responsabilidad colectiva e individual que tenemos en su deterioro? y ¿Cómo será el nuevo progresismo que ofreceremos a las generaciones futuras?
Ufff, que peligro, si se muere el progresismo, prevalecerá el Fascismo.
Grave, muy grave.
No, yo creo que nos se agota… El punto es que hay que nutrirlo, alimentarlo con temáticas actuales, género, Medio Ambiente y Humanismo, entre otros muchos temas.
Y desde esa posición, «Progresista», combatir los males y debilidades que nos acechan: Inmovilísmo de las Ciudadanías, falta de orgánicas etc.
También el cómo enfrentamos nuevos peligros que nos acechan: Neo-Fascismo, Sobre explotación del Medio Ambiente La concentración de las riquezas, falta de solidaridad y racismo…entre muchas otras.
Gran Aporte Maroto, a esto hay que convocar, a revisar tu planteamiento.