
A propósito de “La colombiana”…
La Televisión Nacional de Chile ha puesto en pantalla una nueva teleserie de producción propia en la que aborda el complejo tema de la inmigración en Chile. Tratándolo con honestidad y respeto, devela las variadas actitudes conque la comunidad recibe a las personas que llegan desde otros países, en número creciente, buscando con angustia un lugar en el mundo en que puedan desarrollar sus vidas personales y familiares dentro de un clima de paz y de una cierta estabilidad económica mínima.
Se reconoce y aplaude el esfuerzo que se enmarca en lo que se espera de una televisión pública y que permite, por algunas horas, olvidar la mediocridad de sus prolongados informativos claramente corrompidos por la búsqueda patológica del rating y que en nada la diferencian de los canales comerciales privados.
Parafraseando un conocido pensamiento de Fiodr Dostoievsky relativo a los reclusos, es válido afirmar hoy que “el grado de civilización de una sociedad se mide por la forma en que trata a sus inmigrantes”.
El fenómeno (no el “problema”) de la inmigración, que alcanza niveles planetarios, amerita un análisis serio y maduro.
Para un país, cuyas elites y una gran mayoría de su población hacen gala de participar de valores cristianos, el punto de partida de toda reflexión sobre la materia radica en afirmar que los inmigrantes son seres humanos que se han visto obligados a abandonar sus naciones de origen empujados por razones de necesidad económica, de temor e inseguridad física originados por la violencia social y estructural imperante en sus países, de carencia de horizontes y perspectivas de vida. El migrante, en la mayor parte de los casos, lo arriesga todo dejando atrás su familia, su mundo y su entorno con la ilusión de poder construir una realidad un poco mejor.
Y ¿qué esperan estas personas? Simplemente ser recibidas personal y laboralmente, ser tratadas con un mínimo de dignidad y respeto, ser acogidas, integradas, no discriminadas.
Este fenómeno social, sin embargo, es visto desde prismas bastante alimentados por prejuicios y falsedades.
Uno de ellos, es el relativo al volumen y que se refleja en la despectiva e hiriente frase de “nos estamos llenando de chinos y de negros”. Las cifras precisan la realidad. Mientras en los países desarrollados los números alcanzan a un 11,3% y el promedio mundial se anota en torno a un 3,1%, en Chile el porcentaje efectivo es de 2,7%.
Otra frase reiterada, es aquella insolente afirmación de que la mayor parte de los inmigrantes está constituida por prostitutas y delincuentes, idea que no tiene sustentación en la realidad toda vez que sus porcentajes no difieren sustantivamente en comparación con la población ya radicada.
Se habla, asimismo, de que los inmigrantes vienen a privar a los chilenos de sus fuentes laborales, en circunstancias que muchos asumen trabajos que los nacionales se niegan a desarrollar (aseo, servicios domésticos, recolección de frutos…) en tanto que otros, a nivel profesional, buscan prestar servicios en áreas por las que los egresados de las universidades “cota 1000” no se interesarán jamás (salud pública).
En el fondo, tras estas ideas se oculta una vergonzante sarta de prejuicios de clase y de racismo discriminatorios inaceptables, que se muestra en la sonrisa acogedora y sumisa con que se recibe al rubio indoeuropeo y las muestras de rechazo hacia los demás.
Los sucesivos gobiernos tienen, en este terreno, una tarea pendiente. No es posible que luego de cuarenta años de vigencia de las normas sobre extranjería, ni siquiera haya un atisbo de modernización que ponga fin a las incertidumbres que afectan a estas comunidades. Específicamente, el actual gobierno debe ser apuntado con el dedo por su actitud negligente que se observa a diario en Santiago y en la mayor parte de las regiones y que nos hace observar a centenares de personas, incluso niños, pernoctando en las calles toda la noche, para acceder a un número que les permita comunicarse con un funcionario que les informe acerca de su situación y sus trámites de regularización. Claramente, no es un problema de falta de recursos sino un problema de falta de voluntad.
Lo peligroso es que está realidad constituye el campo abonado para que ciertos demagogos, movidos por deleznables apetitos electorales y populistas, en vez de optar por el camino responsable de la educación de la población con el fin de integrar y acoger, siembren la cizaña del odio, en un camino de no retorno.
Déjanos tu comentario: