Editorial: ¿Cuándo terminaremos de aprender?
Para bien o para mal, la Iglesia Católica ha jugado un papel trascendente en la historia de Chile, no solo por su rol religioso sino por su enorme influencia en la vida política, social y cultural de la nación.
Su presencia ha sido determinante en el devenir del país desde los tiempos de la Conquista y de la Colonia, hasta los dos siglos y un poco más de vida republicana.
Si se desea echar un vistazo retrospectivo, es relativamente fácil constatar que los conquistadores llegaron a estas tierras a la sombra de los pabellones y de los escudos reales de la llamada “Madre Patria” y, también, de la Cruz, símbolo del cristianismo como religión dominante de Occidente. Aunque en cartas, testamentos y documentos se alude con frecuencia a un propósito evangelizador de los conquistadores, es notorio que la finalidad perseguida era la de alcanzar riquezas y tierras. Durante la Colonia, la Iglesia siguió ligada al poder que ejercían gobernadores y fuerzas realistas, situación que se prolongó durante 115 años de vida independiente. Solo el duro proceso de las “leyes laicas” y la sorpresiva separación de la Iglesia del Estado negociada en 1925, alteraron esta cohabitación que permitió a la jerarquía católica seguir usufructuando de los beneficios y privilegios propios de una “religión oficial” aun cuando formalmente no tuviese tal carácter.
De hecho, como consecuencia de ese devenir, en pleno siglo XX la institucionalidad del Estado toleró la subsistencia en su interior de dos compartimentos estancos: las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica, cada uno con su propia gestión, su propia justicia, sus propias normas, y con un Poder Judicial que sistemáticamente evitó inmiscuirse con uno y otro, y toleró, todo lo que pudo, su autonomía. El Estado, que teóricamente era “civil” y “laico”, no fue capaz de avanzar de forma efectiva hacia una sociedad igualitaria de derechos y obligaciones de alcance general.
En medio de los tropiezos y escarceos que ha significado la recuperación y restauración del régimen democrático, con todo el mar de cuestionamientos y dificultades que ha significado el posicionamiento jurídico y cultural de los “derechos humanos”, con sus limitaciones e imperfecciones, es indubitado que se han logrado avances significativos en este terreno.
Sin embargo, aunque suene duro decirlo, la sociedad chilena ha fracasado en la tarea de situar un tema trascendente en la conciencia nacional: el derecho al debido proceso.
El tema ha reflotado a raíz de la decisión vaticana de sancionar al presbítero Cristian Precht privándolo de su condición sacerdotal. En comentario editorial anterior (24.09.2018) destacamos el cambio de actitud de su defensor ecleciástico Raúl Hasbún quien otrora guardó silencio o explícitamente exculpó a los responsables de atropellos a los derechos de las personas y ahora reclama un proceso justo a las instancias pontificias. No correspondería referirse ahora a la culpabilidad o inocencia de Precht, pero si reafirmar categóricamente el derecho de toda persona a un juicio justo, legalmente tramitado, por un tribunal imparcial constituido previamente a la ocurrencia de los hechos juzgados, con derecho a defensa, con normas preestablecidas en cuanto a la valoración de las pruebas que se rindan, a la tipificación de los delitos y a la naturaleza y gradualidad de las penas que se determinen.
El país se ha ido deslizando en este terreno por una peligrosa pendiente. Los medios de comunicación, y en particular la televisión abierta, han alentado, casi sin disimulo, el presunto derecho de víctimas y su entorno cercano, a ejercer la justicia por mano propia, han incentivado la venganza, acusando permanentemente a los Tribunales de Justicia de tener mano blanda, discurso al que se han sumado las propias autoridades en busca del aplauso fácil. En el tan actual terreno de las acusaciones por acoso o abuso sexual, se ha pretendido, incluso por estudiantes de Derecho, imponer sanciones arbitrarias acordadas por asambleas excluyentes para lo cual se cuenta con la actitud complaciente de autoridades universitarias que resultan incapaces de dirigir y de aprovechar este tipo de conflictos para educar y formar en valores civilizatorios básicos a sus alumnos.
Es claro. Si no tenemos la fuerza necesaria para impregnar a la sociedad toda de valores tan fundamentales como los señalados, nuestro destino como comunidad quedará definitivamente cerrado. Si creemos que los derechos de las personas valen sólo cuando somos víctimas de la arbitrariedad y el despotismo pero que tenemos el derecho a atropellarlos y desconocerlos cuando somos nosotros quienes estamos en situaciones de poder, quiere decir que estamos sufriendo una esquizofrenia valórica muy grave.
El tratamiento de esta patología es, por supuesto, tarea de todos.
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