Editorial: ¿Llegó la hora de reformar el Estado?
En política, al igual que en múltiples actividades humanas más o menos complejas, está siempre presente el dilema entre el abordaje de los problemas de fondo, los que podrían definirse como los “requerimientos sustantivos”, por una parte, y la adopción de “medidas instrumentales” destinadas a crear o adaptar las herramientas necesarias para implementar las soluciones a los desafíos de la comunidad, por otro lado.
Si bien pareciera, a primera vista, que la atención de los temas sustantivos es lo importante y lo que debiera pre-ocupar a los encargados de las políticas públicas, lo cierto es que si no se adoptan las debidas y oportunas medidas para construir un aparataje operativo eficaz y eficiente, el fracaso en cuanto al logro de los objetivos de la acción pública puede ser doloroso. Para ejemplificarlo de manera muy simple, la cirugía puede ser indispensable para curar a un paciente, pero si no se cuenta con el arsenal adecuado para practicarla, los costos y el riesgo de no tener éxito son inminentes.
Bajo la dictadura militar-gremialista, inspirada ideológicamente en un neoliberalismo descontrolado, se buscó empequeñecer al Estado, extirpándole muchas de sus funciones, amputándole sistemáticamente sus brazos, coartándole sus históricas funciones y responsabilidades. Sin embargo, tras la recuperación de la democracia, las aguas retomaron su cauce y el ente público fue reasumiendo paulatinamente más y más tareas.
El problema práctico es que se inició un proceso de expansión del Estado mediante el aditamento de nuevas funciones, para lo cual se fueron creando nuevos ministerios, subsecretarías y servicios que terminaron por configurar un monstruo burocrático inorgánico e irracional. Curiosamente, tanto la Concertación ( y su heredera la Nueva Mayoría) como la Coalición por el Cambio de la derecha, a sus pasos por el Gobierno incurrieron en conductas más o menos similares.
Aunque el ciudadano común y corriente no lo perciba con nitidez, lo grave es que de manera significativa los recursos fiscales destinados por ley a la atención de los problemas de educación, de salud, de la infancia, de los adultos mayores, entre otros, quedan enredados en la maraña de la administración a un nivel tal que solo un cincuenta por ciento y a veces menos, llega a las personas concretas que padecen carencias severas e impostergables.
El presidente electo, durante la campaña del 2017, anunció la extirpación de lo que denominó “la grasa del Estado”. Aludía a un presunto universo de operadores políticos que estaría operando al alero de los organismos públicos y señalando que con esta medida restrictiva financiaría parte importante de su programa. Pronto se desdijo y guardó significativo silencio sobre el asunto.
El hecho objetivo, más allá de eslóganes electorales y frases para la galería, es que el Estado Chileno está no solo hipertrofiado sino que tiene una tendencia incontrolable a radicar en la metrópoli, a la sombra de los más altos círculos del poder, al enjambre de nuevos funcionarios. Basta con observar atentamente los organigramas de toda la nueva institucionalidad creada en casi cuatro décadas para observar una cohorte de jefes de gabinete, secretarios y secretarias, abogados, periodistas, relacionadores públicos, cuyos cargos han sido creados por ley y cuya sede está, qué duda cabe, en la Región Metropolitana.
Inicialmente, señalábamos que la sociedad reclama del Estado un accionar eficaz y eficiente; eficaz en cuanto a conseguir los objetivos que se persiguen y eficiente en cuanto a lograrlos con el mejor y más racional y efectivo uso de los recursos. Lamentablemente, la historia demuestra que, una vez creados nuevos organismos, estos, por su propia naturaleza, están destinados a perpetuarse en el tiempo y aunque se constate que son innecesarios, su eliminación o la redestinación de sus recursos humanos o financieros se hacen imposibles. El caso del Consejo Nacional de la Infancia es paradigmático en este aspecto.
Naciones de nivel medio de desarrollo, como Nueva Zelanda han ido generando estructuras institucionales flexibles, lo que permite a los Gobiernos reorientar sus dependencias, modificar sus funciones, comprometerlos en programas concretos de servicio a la comunidad con metas y resultados exigibles y controlables.
La creación de más y más organismos va claramente en contra de lo que dicta la razón y la modernidad. Las políticas directamente estatizantes parecieran ser cosas del pasado y responder más a razones de un ideologismo bastante conservador y pasado de moda. Lo que la comunidad reclama es atención oportuna de sus problemas, lo que puede cumplir adecuadamente un Estado dotado de autoridad y capacidad técnica, que diseña y define programas específicos, que tiene facultad para controlar implacablemente las tareas que encomienda y que puede eliminar sin más trámite todo apéndice disfuncional.
¿Habrá llegado la hora de asumir esta tarea? ¿Quién o quiénes tendrán el coraje de romper la inercia imperante?
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