EDITORIAL: PERDÓN! YO MATÉ A ALAN.
El 12 de diciembre, fue encontrado en una vivienda de Temuco, el cadáver de Alan, un niño de 13 años. En situación de abandono y negligencia parental, había ingresado a un Centro de Reparación Especializada como medida de protección, pues nunca había cometido ningún delito. Su padre lo visitaba cada cierto tiempo, su abuela ocasionalmente, su madre jamás. Para satisfacer sus necesidades infantiles, vendía calendarios en las calles.
Cuatro adultos lo secuestraron, lo torturaron durante casi un día entero causándole múltiples fracturas y, luego, lo asesinaron asfixiándolo con una bolsa. Los hechores lo sindicaban como autor de la violación de una niñita de cinco años, aunque los peritajes han descartado la existencia del delito.
A partir del siglo XVII, en los principales países de Occidente, la persecución penal experimentó cambios significativos destinados a proteger a la persona humana de la violencia arbitraria y abusiva del Estado o, más bien dicho, de quienes ejercían el poder.
El proceso civilizatorio fue, así, consagrando derechos y garantías para fijar límites al poder punitivo de la autoridad. Los principios del Derecho Penal liberal fueron recibiendo paulatinamente consagración constitucional y legal. La presunción de inocencia, la exigencia de plena prueba más allá de toda duda razonable, la humanidad y proporcionalidad de las penas y el derecho al debido proceso, se fijaron como el marco mínimo del enjuiciamiento delictivo. La legalidad penal (tribunales preexistentes e independientes, delitos y penas preestablecidos por la ley) pasó a constituir la protección del hombre y la mujer comunes, aunque muchas veces atropellada por dictaduras de todos colores.
La autotutela o justicia por mano propia, fue descartada de la convivencia dentro de la sociedad, con excepciones muy limitadas y explicables como la legítima defensa. No obstante, debe recordarse que hasta bien avanzado el siglo XIX (1860), en EE.UU., país autoproclamado como cuna de las libertades, tuvieron legitimidad de hecho los “comités de vigilancia” destinados a prevenir la delincuencia pero que en la realidad perseguían solo a negros e inmigrantes, de todo lo cual aún subsisten groseros resabios como el Ku Klux Klan.
En Chile, aunque los datos nos digan algo distinto, los medios de comunicación social y, en particular, los canales de televisión (incluyendo a la propia televisión pública), movidos por su afán patológico de incrementar lectorías y audiencias, han hecho un festín diario del delito e, irresponsablemente, han creado la convicción de que solo el incremento de los encarcelamientos pondrá término a este cáncer. No existe, en ninguno de ellos, un esfuerzo sistemático (y ni siquiera ocasional) destinado a educar a la población y a analizar en profundidad la multicausalidad de la delincuencia. Peor aún, los actores políticos, llamados a ser naturalmente líderes de la comunidad en pro del bien común, viven de la cuña y de la patochada cotidiana que pueden significarles tribuna, pero evaden sus propias responsabilidades. Así, el proyecto de nuevo Código Penal, la necesidad de sustituir el sistema de penas alternativas, duermen el sueño de su negligencia.
Alan está muerto. Muy probablemente era inocente. Si fue culpable, no tuvo derecho a un juicio justo ni la sociedad será capaz de hacerse responsable tanto del trato que les da a sus menores vulnerables como de contribuir a que todos seamos capaces de dejar atrás lo más bárbaro y primitivo de nuestros sentimientos y actitudes.
En suma, todos somos culpables. También nosotros.
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