
Editorial: Thank you, mister President.
Se han cumplido prácticamente dos semanas desde las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Su resultado no solo ha dejado desconcertados a los ciudadanos de ese país, sino también a los gobernantes de numerosos países y a los politólogos que se devanan los sesos en búsqueda de una explicación plausible.
Algunos hechos concretos.
La derrotada Hillary Clinton ganó en voto popular pero perdió en cuanto al número de electores obtenidos, dado el sistema indirecto vigente en ese país. Pese a ello, el Partido Demócrata sufrió una merma significativa en relación con la votación alcanzada antes por el presidente Obama. Los grandes conglomerados urbanos de las costas del Pacífico y del Atlántico respaldaron a Clinton pero los estados del centro del territorio se inclinaron por Trump. Las encuestas no se equivocaron, pues estado por estado, estuvieron dentro del margen de error. El duro enfrentamiento entre ambos postulantes, cargado de injurias y ataques personales, mostró al planeta que, tras las apariencias, se esconde un mundo impropio de la que pretende mostrarse como ejemplo de la mayor democracia contemporánea. La confrontación dejó en claro que la tan bullada globalización favorece al gran capital que emigra y se pasea por los países que presentan las condiciones más favorables para sus negocios sin importarle el costo social y humano del desguace de la actividad manufacturera. Por último, develó que en el país grande más desarrollado del planeta, un 16% de la población, esto es cerca de 45 millones de personas, subsisten a duras penas gracias a los tickets de comida que reciben día a día.
La habilidad de Trump consistió en congregar en su torno a todos los sectores frustrados de la sociedad estadounidense, no solo para acoger y representar sus demandas, sino para interpretar de forma cabal sentimientos que normalmente se hace difícil y hasta vergonzoso explicitar. El racismo, el desprecio a los inmigrantes, la misoginia y el machismo, el individualismo, el derecho a usar libremente incluso armas de guerra, el aislacionismo, el irrespeto al orden jurídico internacional, la demagogia populista, constituyen los ingredientes de un nacionalismo prepotente y enfermizo.
Su gran pecado: legitimar esa forma de pensar, hacer sentir a la gente que se debe sentir orgullosa de sostener un pensamiento cargado de odio, prejuicios y resentimientos.
No pocos chilenos, ante este panorama, razonan diciendo: “Y a mi ¿qué me importa? Eso sucede en otro país”. Pero la realidad es más fuerte. No solamente porque vivimos en un mundo interrelacionado sino porque siempre está latente el peligro de que a nuestras playas puedan llegar estos sentimientos que reflejan lo peor y lo más negativo de las personas.
La globalización (¡qué duda cabe!) llegó para quedarse. Países como el nuestro deben obtener de ella todo lo que mejor contribuya a nuestro desarrollo, evitando ser cómplices de una cultura manejada por los grandes intereses económicos y financieros, que tiende a la agresión, el egoísmo, la injusticia y la desigualdad.
A lo mejor, si tomamos a Trump como referente y somos capaces de actuar precisamente en sentido contrario, es posible que echemos las bases de una sociedad más humana.
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