Editorial: Yo hago lo que yo quiero.
Existen ciertos hechos en la vida de las personas y de las naciones que, a primera vista, pueden ser considerados irrelevantes pero que son claramente indiciarios de profundos y significativos cambios culturales.
Si nos damos el tiempo necesario para revisar el pasado, podremos recordar una realidad que hoy se considera anecdótica pero que fue real. En los inicios de la era del teléfono celular, cuando el uso de este adminículo era estimado símbolo de estatus, cientos de individuos utilizaban artefactos de madera en sus autos para ganar consideración social. O se veía a consumidores que llenaban sus carros de whisky y exquisiteces mientras conversaban con sus amigos, carros que luego eran abandonados subrepticiamente. O el cartel publicitario del gobierno de la época que afrentaba a los demás países sudamericanos con su eslogan de “Abran paso que aquí va Chile”.
Han transcurrido más o menos cuatro décadas desde aquellos hechos y el boato, la ostentación, el consumismo injustificado, han pasado a ser parte de nuestra cultura. Una cifra importante de la delincuencia adolescente y juvenil está causada por el afán de obtener ilícitamente recursos para adquirir bienes “de marca” que no podrían ser comprados con los ingresos familiares.
En el marco de una sociedad enferma, que privilegia “el tener” por sobre “el ser”, las conductas irresponsables en este aspecto y constitutivas de ejemplos negativos, han pasado a ser pan de cada día.
Sorprende, por supuesto, la tolerancia y la impasividad que se tiene respecto al abuso diario que comete la “clase parlamentaria” con los recursos que el país pone a su disposición para que hagan bien su trabajo, para que legislen de la mejor forma posible, y no para que financien con dineros públicos sus máquinas políticas y electorales. Escandaliza el multimillonario fraude en Carabineros cometido, por supuesto, sobre la base de la negligencia y el descontrol de sus propios altos mandos.
Las cosas no se ven mejor aspectadas en el mundo privado. La denuncia reciente que dio a conocer que una Administradora de Fondos de Pensiones (AFP) llevó de paseo en yate por el Caribe a setenta y tantos de sus funcionarios para premiarlos por la calidad de su trabajo, constituye una muestra palpable de esta crisis cultural y valórica. Cuando sus ejecutivos han salido a justificar los hechos argumentando que el gasto no compromete los fondos depositados por obligatoriedad legal en sus arcas, están diciendo una verdad a medias, lo que constituye claramente una mentira. Si bien ello es formalmente efectivo, los ingresos de las tan cuestionadas administradoras provienen de comisiones aplicadas, a todo evento, sobre el patrimonio acumulado por los aportantes y ello indica que el monto o el régimen de comisiones vigente, es a todas luces abusivo y perjudicial para los afiliados.
En los últimos días, algunos hechos han llamado la atención en el campo que analizamos. Al tiempo que en el proyecto de Ley de Presupuestos sometido por el Ejecutivo a la consideración del Parlamento, se dispone la congelación de recursos destinados a financiar la gratuidad escolar (en contravención a compromisos anteriores contraídos públicamente) fundándola en la estrechez de recursos de la Caja Fiscal, son develadas algunas situaciones graves que constituyen el reflejo de la liviandad con que se manejan los recursos que el Estado pone a disposición de los funcionarios para que cumplan en buena forma las responsabilidades públicas. El Consejo Nacional de la Infancia, entidad que reúne a una cincuentena de empleados con elevadas remuneraciones que parten por los 7,5 millones mensuales de su presidenta, prácticamente no ha funcionado durante cuatro años limitándose a la celebración de siete reuniones en el período. Asimismo, mal ejemplo, pésimo ejemplo, ha dado la Presidenta de la República al viajar a Sao Paulo a presenciar un partido de fútbol con cargo al erario nacional. La explicación de la ministra-vocera Paula Narváez en cuanto a que el cuestionamiento constituye una “polémica de menor cuantía” es inaceptable para la ciudadanía.
Enfrentados a esta trama de hechos, es obvio que no se trata de calificarlos en consideración al monto mayor o menor de dineros involucrados sino en razón de la irresponsabilidad y ligereza, rayanas en la inmoralidad, presentes en la gestión ya sea privada o pública.
Chile es, hoy por hoy, estadísticamente, un país de clase media. Sin embargo, en su seno alberga importantes bolsones de pobreza expresados en centenares de campamentos, miles de personas que continúan permaneciendo “en situación de calle”, poblaciones urbanas y rurales que carecen de los servicios más básicos, etc. Simplemente, por estos solos hechos, resultan condenables las actitudes de personeros que, en sus ámbitos de acción, creen que pueden hacer lo que quieran y despilfarrar recursos que la nación ha puesto a su disposición para tareas que corresponden al bien de la comunidad.
En algunos casos, se trata de cifras irrelevantes. En otros, de cantidades significativas. Pero, en todos va envuelto un mensaje que no se corresponde con la exigencia propia de una sociedad que debe construir la equidad mínima indispensable sobre bases de austeridad, sobriedad y responsabilidad. Hay aquí envuelto un importante simbolismo que es el fundamento de una pedagogía social que no puede tener otra meta que no sea la de educarnos en el respeto a la dignidad de las personas.
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