
¿Subsistirán los partidos políticos en Chile?
Decir que la existencia de los partidos políticos es consubstancial a la existencia de un auténtico régimen democrático, para muchos parece una afirmación perogrullesca. Hoy, el agudo desprestigio de la política en el país arrastra tras de sí a los partidos ya que son mirados como instrumento y símbolo de la corrupción. Si se observa con detención la historia de las independizadas naciones latinoamericanas, se hace posible constatar que Chile fue el único país en que estas colectividades se desarrollaron en torno a principios ideológicos que buscaban dar respuestas a problemas sociales, superando por lejos las alternativas caudillistas surgidas más allá de nuestras fronteras.
El nacimiento de la “República en forma” (como les gusta decir a los historiadores clásicos) estuvo en manos del “peluconismo” que, al alero de Portales, consolidó una institucionalidad tradicionalista, conservadora y autoritaria. A partir de mediados del siglo XIX surgieron las tendencias liberal y radical y ya en el siglo XX, los partidos demócrata, comunista, socialista y demócrata-cristiano que ocuparon el escenario hasta la época del golpe de Estado de 1973.
Tradicionalmente, los partidos han sido vistos como asociaciones voluntarias de ciudadanos que buscan conquistar el poder político con el objeto de realizar sus principios doctrinarios, ideológicos o programáticos, confiando las responsabilidades públicas a sus militantes o simpatizantes. En la teoría, cero problemas. Al contrario de los movimientos sociales (sindicatos, gremios, organizaciones estudiantiles o de pobladores o de pensionados, grupos de interés en general…) que por su naturaleza misma están marcados por la particularidad de sus fines y cuyas demandas carecen de globalidad, los partidos políticos debieran ofrecer una visión omnicomprensiva de la sociedad.
Es así como las diversas colectividades se estructuraron sobre la base de determinados principios y se desarrollaron encarnándose en los diversos sectores de acuerdo a sus propias prioridades y afinidades. Sin embargo, el largo paréntesis que significó la dictadura militar, cambió significativamente el rumbo de las cosas.
Las dirigencias que encabezaron el proceso de recuperación y restablecimiento del régimen democrático asumieron un rol protagónico de liderazgo pero en su torno se constituyeron verdaderas “nomenklaturas” ávidas de poder político y funcionario ( “en búsqueda del tiempo perdido”) que buscaron perpetuarse en las estructuras del Estado. La preeminencia de los principios, de los ideales y de la preocupación por el bien común, fue dejada de lado y se asentó una especie de “despotismo ilustrado” que aparentaba estar al servicio de la gente pero prescindiendo de la participación de la gente. Los principios se licuaron en prácticamente todas estas entidades, al extremo que en su interior tenían cabida puntos de vista sustantivamente contradictorios, realidad que graficó irónicamente el cineasta Raúl Ruiz: “Soy socialista porque es el partido que me permite cambiar de partido sin la necesidad de salirme del partido”.
La generación de castas directivas eternizadas en la función parlamentaria, el escandaloso juego de las “sillas musicales” que hizo posible que personajes ligados a los cuadros de poder se pasearan por diversas áreas de la administración independientemente de la calidad y eficiencia de su gestión precedente, el absoluto control de los partidos por parte de diputados y senadores para su propio y personal beneficio, el carácter familiar y hereditario de los cargos, constituyeron factores que condujeron a la desafección, el desinterés y el alejamiento ciudadano de estos canales que otrora habían constituido el camino a través del cual las personas se sentían integradas a la gestión de la comunidad.
Al destruirse la vida democrática al interior de los partidos (con todo lo que ello implicaba en materia de participación, responsabilidad, alternancia, control de los representantes, financiamiento por las bases mismas) se abrieron de par en par las puertas a la corrupción.
Un estudio del académico de la Universidad de Chile Carlos Huneeus, precisó que solo en el cuadrienio 2009-2013, los partidos recibieron más de 3.000 millones de pesos de financiamiento ilegal procedentes de Soquimich, Grupo Angellini, Pesqueras, Grupo Penta, Aguas Andinas y Pesqueras, lo que, por supuesto, no constituye sino la parte visible del témpano: En millones, PS: 107; PPD: 227; PDC 481; PRSD: 6; RN: 790 y UDI: 1448.
Si a los datos precedentes se suman las cantidades obtenidas fraudulentamente del Estado a través de “informes” y “asesorías” truchos ( que, según lo que se percibe superan largamente los 1.500 millones), queda más que claro que nuestra democracia está en problemas. Lo único bueno, es que este sistema es el único que tiene en sí mismo la capacidad de hacer públicos sus vicios y sus errores.
Restaurar un sistema político sano, transparente y participativo, no es fácil. Cumplido el ritual electoral de noviembre y enero próximos, llegará la hora de que el pueblo soberano haga ejercicio de sus derechos siendo implacable en el control y juzgamiento de sus representantes. La enfermedad es bastante grave y solo un tratamiento de shock hará posible evitar que se convierta en epidemia.
Esta realidad chilena, ya se conoce en países extranjeros, motivo por el cual hay naciones que conocen esta debilidad política nacional, y se han convertido en las principales inversionistas en Chile. ¿Resultado? Bancos extranjeros, empresas y corporaciones extranjeras, supermercados extranjeros, clínicas extranjeras, minerías extranjeras. Lo nacional, es mirado en menos.
Ojalá, que este artículo sea leído por las personas que realmente tengan el poder de empezar un cambio verdadero y real, en beneficio de nuestra nación chilena, y no solamente de algunos millonarios establecidos en nuestra larga y angosta faja de corrupción política.